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Francesc-Marc Álvaro | Manuel Ibáñez Escofet – Distància cívica
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15 dic 2000 Manuel Ibáñez Escofet – Distància cívica

Cuál es el lugar del periodista en la sociedad de su tiempo, más allá y más acá de su relato y de la empresa que le paga por él? Manuel Ibàñez Escofet contestó a esta pregunta de la manera más simple y a la vez más arriesgada: el lugar del periodista es el del invitado incómodo, el del visitante que no se quedará, el del extranjero permanente que mira la realidad cercana como si fuera un territorio eternamente remoto y virgen. Así la calle, así el mundo de los poderosos, cualquier porción de realidad mereció para Ibàñez Escofet el ejercicio difícil de la distancia cívica. Ciudadano que no dejó nunca de ser periodista las veinticuatro horas del día, periodista que no renunció al ciudadano liado en la madeja colectiva de sus coetáneos.

Entre burgueses, entre intelectuales, entre políticos, entre su público de la clase media ilustrada, entre forofos barcelonistas, entre jóvenes inconformes, entre católicos, Ibàñez Escofet supo que su espacio era el menos confortable. Y lo asumió sin reservas. Era el espacio de la tensión que le convertía en sospechoso para muchos. No era posible reducirlo al esquematismo que hubiera convenido a los mediocres, a los resentidos, a los censores. Su talante fue el de la civilidad creativa, democrática, participante. Porque fue uno de tantos jóvenes a los que la Guerra Civil envejeció de golpe, su trazo público como superviviente fue el de un reconstructor lúcido, obstinado, de algunas asequibles, modestas, plausibles esperanzas. Orgulloso y combativo, su compromiso fue amalgamado en el desapego infinito de una generación quemada, curada para siempre de toda burda propaganda, a salvo de demagogias y dogmatismos por haberlos recibido en forma de balas en el alma. Ibàñez Escofet expresó sin amortiguador sus filias y sus fobias, pero nadie pudo decir de él que fuera sectario. Sí, en cambio, el burdo sectarismo de algunos atacó su talento y su vehemente honestidad.

El catalanista por encima de siglas, el cristiano moderno criado en la FEJOC de los años treinta, el ilustrado reformista que sabía la miseria de la reacción y de la revolución, el liberal que apostaba por las vanguardias y la cultura sin ataduras, el pujolista que entendió a Tarradellas, el tarradellista que asesoró a Pujol, todos ellos son el ciudadano que tuvo algunas, las justas, convicciones. Sin exhibicionismos ni complejos. Con naturalidad.

Periodista que amó su oficio como viaje pleno y puerto de llegada, no como tierra de paso o estrategia servil de acceso y retirada a los palacios, tuvo ideas pero nunca se dejó enturbiar por los toscos doctrinarismos. Hoy, cuando hemos pasado del auge de los periodistas indigestos de grandes ideologías al incremento de periodistas aparentemente vacíos del más mínimo punto de vista, Ibàñez Escofet se nos ofrece como un modelo de equilibrio. En la dialéctica entre el acontecimiento nuevo que modifica el criterio y el pensamiento trabado que argumenta desde alguna premisa, su escritura y su actuación eluden la pureza inservible de los ingenuos tanto como el compadreo rutinario de los listillos. Sabía que el periodismo es un oficio impuro, realizado en el gris.

Ibàñez Escofet, ciudadano y periodista al servicio de un tiempo y de un país, de un público y de unas cabeceras, pactó con la realidad al alza, no a la baja, buscando el resquicio, la grieta. El lugar por donde pasar sin agachar la cabeza y donde vivir dignamente, mirando sin miedo el sol de la mañana. Y para poder contarlo un día tras otro, civilizadamente.

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