07 sep 2011 L’amenaça catalana
No se puede amenazar si no se está dispuesto a llegar hasta el final. Es una norma antigua que se olvida muy a menudo. Vivimos días en que proliferan las advertencias solemnes y las amenazas más o menos explícitas. A raíz de las polémicas generadas por la sentencia sobre la inmersión lingüística y la reforma apremiada de la Constitución, las declaraciones de los políticos catalanes (y también de algunos que no lo son) han cogido esta tonalidad incierta que pone en evidencia dos cosas: fatiga extrema y pérdida de confianza en los conductos habituales de contención (no resolución) de un conflicto que antes denominaban «el problema catalán». En todo caso, cuando la retórica de la amenaza domina el ambiente, la pregunta siempre es la misma: ¿qué hay de verdad en todo esto?
El profesor José L. Álvarez publicó anteayer un artículo sugerente sobre Catalunya y lo que algunos especialistas denominan el poder blando, esto es la seducción, la capacidad de influir, el prestigio, etcétera. Álvarez aporta dos ideas que vale la pena considerar, a propósito de la credibilidad de cualquier desafío democrático: a) las expectativas soberanistas de ruptura crecen más rápidamente «que el capital político, blando o duro, disponible para convertir esas esperanzas en realidades»; b) el catalanismo «lleva demasiado tiempo seduciéndose políticamente a sí mismo, hacia dentro, no hacia fuera». Comparto totalmente la primera idea mientras podría coincidir en la segunda si no fuera porque «el dentro» y «el fuera» de Álvarez y el mío no son lo mismo. Me explico.
Parece evidente que, en este momento, en Catalunya sólo hay dos formaciones políticas que no están bloqueadas por los problemas internos y, por lo tanto, pueden dedicarse a incidir en la sociedad sin distraerse en otras cosas: CiU, desde el Govern, y el PP, desde la oposición. El PSC y ERC atraviesan una etapa difícil marcada por la falta de liderazgos, la pérdida de espacios institucionales y la necesidad de recolocarse en el tablero de juego; es cierto que ICV tampoco tiene grandes problemas domésticos, pero su dimensión y su vocación de apéndice perenne de los socialistas la hace secundaria a estos efectos. En este contexto, cualquier capital político que deba transformarse desde el catalanismo depende ahora, sobre todo, de CiU.
Así lo han dejado claro las urnas. Por otra parte, de entre todos los máximos dirigentes parlamentarios, sólo Artur Mas ejerce un verdadero liderazgo, lo cual es preocupante, porque el president no dispone de interlocutores fuertes para asumir compromisos compartidos que reclaman imaginación, coraje y mucha generosidad. Eso aboca a los convergentes a una gran soledad y a ser, más que nunca, el catalizador inteligente, extremadamente permeable, de intereses y movimientos muy diversos que sólo tienen en común el cansancio creciente de la vía autonomista.
Es cierto que el catalanismo seduce más hacia dentro que hacia fuera. Pero no es un fuera geográfico lo que marcará el éxito o fracaso de un país que, como sentenció el TC, vive bajo sospecha permanente en un Estado que lo trata como un cuerpo extraño. El problema primordial no es la pedagogía catalanista de cara a Europa –cómo apunta Álvarez– sino la extensión de los valores del catalanismo entre aquella parte de la sociedad catalana que no se siente concernida ni siquiera interesada por los planteamientos que parten de la siguiente premisa: la nación catalana es un sujeto colectivo que tiene derecho a decidir su futuro democráticamente. Por suerte, los aires que soplan ayudan a explicar las cosas con un tono nuevo. Cuando la soberanía de los estados es recortada por la UE, la soberanía pierde parte de su carácter sagrado, y eso ayuda a quitar hierro al debate. Es una transformación importante que no nos ahorra, sin embargo, la confusión interna.
Lo he intentado explicar, desde hace tiempo, mediante una metáfora: la mancha de aceite del catalanismo se está calentando pero no sabemos si es mucho mayor de lo que era hace treinta años. He ahí el enigma y la tarea pendiente de los catalanistas. Es indudable que el viejo catalanismo se está haciendo soberanista, como quien agujerea la piedra cada día, pero eso no resuelve la debilidad demográfica del catalanismo en general, que es ser, todavía, un gran desconocido para muchos ciudadanos catalanes, sobre todo en el primer y segundo cinturón metropolitano. La autoseducción del catalanismo tiene mucho que ver con prescindir de esta evidencia estadística y tomar la parte por el todo, una ingenuidad peligrosa aunque la parte movilizada sea –como así es– la más central y la más dinámica del cuerpo social. Cualquier hipótesis en clave secesionista no puede prescindir de esta complejidad, como parece que ocurre en determinados entornos, más ocupados en correr que en fabricar adhesiones. Dicho esto, es obvio que sin una estrategia internacional seria y continuada ni el catalanismo ni su formulación independentista podrán llegar muy lejos. Jordi Pujol rompió este muro, pero ahora se necesita un trabajo de país.
Ante las amenazas que emite periódicamente el catalanismo de manera reactiva, los poderes del Estado no se alarman mucho pero tampoco piensan que sea sólo un sofocón, como se dice a menudo. Observan la sociedad catalana con atención pero se les escapan demasiadas cosas, la plantilla que utilizan es obsoleta. Por ejemplo, no tienen lo bastante en cuenta el cambio generacional ni la desaparición del miedo al conflicto, el legado de la guerra que frenó muchas demandas durante la transición. Una cosa sí que sabe Madrid: mientras la amenaza catalana sea fragmentaria y de calentón, es un fuego dominable, menor. Hay que transformar el espíritu del 10 de julio de 2010 en alta política. ¿Pido demasiado? No. Respeto demasiado España para imaginarlo de otra forma.