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Francesc-Marc Álvaro | Vam fer-nos grans
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14 sep 2011 Vam fer-nos grans

Cuando todavía no teníamos ni veinte años, la aparición del sida marcó nuestra juventud por donde más quema la vida. Cuando habíamos atravesado el umbral de los treinta y nos disponíamos a dejar atrás una juventud demasiado prolongada, los atentados del 11-S nos colocaron en una madurez repentina y atónita, mudos ante una barbarie que superaba todas las ficciones televisivas. Desde entonces, tenemos con la realidad una relación parecida a la del niño que entra en el tren de la bruja: esperamos el susto, sabemos que el juego consiste en eso. Aquel día terrible del año 2001 nos hicimos mayores pero no entendimos nada. Nuestros padres habían trabajado duro para crear un mundo de bienestar y de seguridad donde nosotros crecimos, últimos ciudadanos bautizados en la iglesia ilustrada del progreso inacabable. Cuando éramos niños, todavía se hablaba de un trabajo y de un hogar para toda la vida.

Mientras el centro del imperio era atacado por un enemigo invisible, no sabíamos qué hacer ni qué pensar. ¿Qué hubieran hecho nuestros queridos héroes infantiles de La guerra de las galaxias? El lado oscuro de la fuerza existía, más allá de las fábulas de celuloide y se había hecho presente. Existía y quería convertir nuestras vidas en un pánico perpetuo, la esclavitud más triste. Pronto, muy pronto, oímos aquellos que excusaban, justificaban y explicaban el horror a partir de las muchas responsabilidades que teníamos –se decía– los ciudadanos de Occidente por el solo hecho de formar parte de sociedades regidas por unos determinados valores y promotoras de ciertas actitudes. Los apóstoles del sentimiento de culpa occidental nos invitaban a hurgar en nuestras mentes y nuestros corazones para encontrar todo aquello de sospechoso que hubiera podido poner en marcha aquel odio extraordinario que, bajo el nombre de Dios, se había transformado en un crimen a gran escala. Hablar del bien y del mal no era correcto entre nosotros porque lo hacía también el presidente Bush. Una lástima, porque el mal radical, que Semprún menciona al escribir sobre los campos de exterminio nazis, es un término que aquí encaja a la perfección.

Pero, a pesar del debate ideológico que el 11-S abrió, no son unas u otras ideas lo que más influyó en el nuestro ir y venir. Fueron sensaciones, impresiones y estados de ánimo que iban caligrafiando una moral urgente que combinaba el fatalismo y la resistencia inercial, y un desamparo radical que nos abocaba a cuestionarnos, por ejemplo, si valía la pena traer hijos al mundo. Debíamos ser padres tardíos o quizás no ser padres, y diluirnos en el vacío sin aspirar a ninguna otra cosa que evitar más dolor y espanto. ¿Crear vida en medio de la megamuerte en directo, nosotros que veníamos de una adolescencia en que el sexo se convirtió en área tóxica de alto riesgo? La muerte tal vez quería hacerse simpática por la vía sarcástica. Una guerra que no era una guerra como siempre las habíamos conocido hasta entonces nos obligaba a interpretar la muerte de nueva forma, desde ángulos que parecían prohibidos antes. Se hizo evidente aquel aforismo de Elias Canetti: «Comerciantes que van de casa en casa vendiendo muertes mejores». ¿Cómo debíamos morir? ¿Cómo debíamos vivir?

La caída del Muro, el año 1989, nos pilló en plena juventud, ávidos de aventuras y con necesidad de recuperar el sentido de grandes palabras que habían sido secuestradas por los feriantes del paraíso. Teníamos prisa por saber. Había que desmontar una retórica que sólo servía para sostener un decorado podrido. Era el momento en que las imposturas de nuestros profesores soberbios se fueron al carajo y la libertad de millones de personas inyectaba una enorme energía al ambiente. El derrumbe del comunismo en Europa y el antiguo imperio soviético nos vacunó muy pronto contra soluciones demasiado perfectas, pero no nos preparó para tener en cuenta que toda fe –toda– puede ser reciclada de manera infinita para producir el tipo de material que haga falta. Material explosivo también. La voluntad de destrucción puede colonizar cualquier credo, cualquier teoría.

No es la crisis económica actual aquello que nos ha hecho conscientes de la precariedad absoluta de lo que somos. Eso empezó hace diez años, minutos después de darnos cuenta de que no había y no hay retaguardia posible cuando la barbarie se lo propone de veras. Mientras en términos políticos el gran debate ha sido y es sobre el equilibrio entre seguridad y libertad, desde el punto de vista personal la dialéctica es muy otra: vivir con miedo o vivir sin miedo. Nada más. Los atentados de Madrid de marzo del 2004 llevaron la cuestión más cerca, descarnadamente. Al final, dado que vivir con miedo también cansa, hemos llegado a un pacto con el día a día para no enloquecer y para no convertirnos en bestias: vivimos como si la amenaza no existiera, como si no tuviera que volver a repetirse. Hacemos como si la seguridad fuera total. Sabemos, claro, que las administraciones se dedican a investigar y combatir al enemigo, pero el enemigo nunca es el mismo ni actúa de igual forma. Sólo hay que recordar los atentados de Oslo en agosto para certificarlo.

Nos hicimos mayores, finalmente. Ahora somos adultos, también agobiados. El día 11 de septiembre de 2001 el mal radical consiguió el mejor anuncio de todos los tiempos y nosotros tuvimos que reformularnos, en medio de discursos y gestos contradictorios, de verdades y mentiras, de la compasión y la iniquidad, de la grandeza y la miseria, del estupor y la lucidez. No sé si el mundo es hoy más seguro que hace diez años, cuesta medirlo. En todo caso –lo digo sin triunfalismos–, me parece un poco más libre.

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