05 oct 2011 L’honor en política
Nos llegan, desde lejos, noticias terribles sobre los llamados crímenes de honor, prácticas que nos remiten a pueblos donde la mujer todavía está sometida a códigos morales y leyes que nosotros no podemos aceptar como ciudadanos del siglo XXI. Una idea apolillada, retrógrada y tóxica del honor ordena la vida de millones de individuos allí donde los valores de la sociedad abierta no han llegado o sólo lo han hecho de manera superficial, lo cual exige nuestro compromiso en la denuncia constante de este tipo de crímenes y el apoyo a las víctimas de estas formas tan arraigadas y habituales de injusticia y barbarie.
Este concepto perverso de honor, vinculado a la supuesta deshonra de una familia, de un clan o de una localidad, también dominó la vida de nuestros abuelos, quizás con una violencia física menos extrema, pero con la misma violencia verbal que todavía perdura en otras culturas. En nuestro país, y durante buena parte del siglo XX, sobre todo en ambientes rurales, el asesinato de quien había manchado el honor de una casa fue sustituido por la ejecución simbólica: los que habían transgredido las reglas eran considerados una especie de muertos, unos apestados de por vida; a menudo, no tenían otra opción que marcharse a la gran ciudad, donde el anonimato les permitía, tal vez, empezar de nuevo.
En nuestras sociedades desarrolladas, todo lo que tiene que ver con el honor parece una antigualla oxidada que sólo tiene sentido en los cuentos y videojuegos de cariz medievalizante donde aparecen caballeros, princesas, dragones y magos que encarnan la sempiterna lucha entre el bien y el mal. Honor es una palabra en desuso, antipática, impronunciable e impronunciada, rodeada de connotaciones negativas (relacionadas con las violencias y tradiciones remotas mencionadas) y asediada por imágenes envaradas, autoritarias, nostálgicas y ramplonas. En cambio, en nuestra vida diaria, se utilizan profusamente palabras como dignidad, sinceridad, honestidad, transparencia y ética. Son términos que disfrutan de gran popularidad. Nunca, sin embargo, se dice nada del honor. Todos pretendemos ser dignos, sinceros y honestos, pero no perdemos ni un minuto en ser más o menos honorables. En Catalunya, por ley, sólo son honorables los miembros del Govern.
A la vez, sin embargo, nuestra sociedad demanda actitudes ejemplares, sobre todo por parte de los dirigentes políticos, económicos y sociales. No importa que los ciudadanos, a título particular, seamos, al mismo tiempo, muy indulgentes con nuestras maneras de hacer, sobre todo con nuestras debilidades. Se manifiesta una necesidad de modelos de actuación que sean positivos y que sean –digamos– honorables: que actúen adecuadamente desde el respeto hacia los demás y hacia ellos mismos, suscitando estima y reconocimiento. La moralización de la vida política se ha convertido en un imperativo en todos los países occidentales, y la crisis no ha hecho nada más que intensificar esta necesidad y llevarla el terreno de las responsabilidades que se derivan de la gestión. Los islandeses son los que han llegado más lejos en esta voluntad de juzgar decisiones políticas con efectos negativos. En este contexto, el gobernante honorable de hoy no es sólo quien no se deja corromper, sino quien se enfrenta a la realidad sin engañar ni engañarse, y quien procura evitar males mayores. El líder debe ser honorable o no es líder, porque tiene que dar el principal ejemplo. El líder tiene que ser un espejo del honor, aunque la palabra dé grima.
Sin embargo, para entender el honor en toda su complejidad, hay que hacer aflorar un concepto que todavía es más extraño a nuestros días: la vergüenza. Como ciudadanos de una sociedad secularizada, podría parecernos que la vergüenza es un residuo de carácter puramente religioso, un fetiche que cuelga del pecado y la penitencia, categorías que no queremos usar. O podríamos pensar que eso sólo interesaba a una sociedad en la que la guerra y el hecho de morir en combate disfrutaban de un prestigio que ahora ha desaparecido. El honor de los tiempos pasados se movía entre Dios y la patria, la cruz y la bandera. Por eso la vergüenza también era de iglesia o de cuartel. Hoy, la ley del péndulo ha diluido la vergüenza y lo que representa como freno de ciertas actitudes. Y la política no ha sido capaz de reciclar este material sensible, lo cual –sospecho– podría explicar operaciones populistas como divulgar el número de pisos y automóviles que posee cada diputado. A menos vergüenza real, más gesticulación preventiva para amansar el malestar.
Montesquieu nos enseñó que el miedo guía todas las acciones en una tiranía, la virtud lo hace en una república y el honor hace lo mismo en una monarquía. Nosotros, que vivimos en una monarquía parlamentaria, deberíamos esperar una mezcla especial de virtud y de honor en nuestros principales dirigentes públicos, no únicamente los que se dedican a la política. Pero el honor ha periclitado mientras la virtud republicana no cuaja. Estamos en tierra de nadie, expuestos a la táctica del calamar y a la colisión de argumentos que no pagan tributo alguno al decoro más elemental. El sinvergüenza encuentra un paisaje grisáceo donde le es fácil camuflarse. Hoy, en este rincón del planeta, cuando afortunadamente ya no dependemos de purezas de sangre ni de clases sociales estáticas, un poco más de honor nos haría menos vulnerables.