30 nov 2011 Rajoy, tornar a 1979
En una reciente cena con profesionales barceloneses interesados por los asuntos públicos, alguien me preguntó cómo gobernaría Mariano Rajoy, de quien sabemos más los espesos silencios que cualquier otra cosa. Con todas las cautelas que corresponden y sin querer ser futurólogo, respondí que el líder del PP será un presidente dedicado a no parecerse a Zapatero y ocupado, sobre todo, en no ser confundido con Aznar, el hombre que lo designó. De hecho, el aznarismo irredento y resentido, aliado con la trinchera más feroz de la derecha mediática, hizo todo lo posible para que Rajoy se despeñara, pero el gallego ha llegado a la meta y eso –son las reglas– le otorga más autoridad de lo que parece en las filas conservadoras.
Aznar era un leninista de derechas (asesorado por algunos ideólogos izquierdistas que se habían pasado al adversario) que tenía una voluntad manifiesta de transformar a toda máquina la realidad española, con una ambición que él quería histórica, lo cual le llevó, por ejemplo, a tomar parte en la guerra de Iraq, para forzar un cambio geopolítico que rompiera la dependencia que Madrid ha tenido siempre, desde la muerte de Franco, del criterio de franceses y alemanes. El primer Aznar, el que gobierna con el apoyo de Jordi Pujol, adopta una moderación puramente táctica, aquel centrismo del cual Piqué fue abanderado y que tantas alegrías dio a las élites catalanas, confiadas o amnésicas hasta límites indescriptibles. Después, a partir del año 2000, la mayoría absoluta permitió que Aznar se liberara de la máscara y nos mostrara su verdadero rostro de idealista desbocado y dispuesto a llevar su programa de máximos hasta el final.
Rajoy no tiene ningún interés, me apuesto lo que quieran, en transformar la realidad para pasar a la gran historia. No parece que vea el gobierno como una herramienta de rediseño social (como lo veían González, Pujol y Aznar, cada uno a su manera), sino como un instrumento de gestión que, poniendo el acento en unas determinadas políticas, permita ir tirando sin sustos en la dirección prefijada. No quiero decir que Rajoy no tenga ideología, lo que subrayo es que será más pragmático y paciente que Aznar y que será más hábil –no más blando– a la hora de utilizar las palancas de la mayoría absoluta. Reitero: el Partido Popular de ahora tiene proyecto pero en su aplicación podría ser más inteligente que el aznarismo y, por lo tanto, mucho más peligroso para sus adversarios. He escuchado a uno de los hombres de confianza de Rajoy en la cocina de las ideas, José María Lassalle, y puedo decir que sabe muy bien qué España quiere y cómo llegar a ella.
El drama del nuevo presidente es que aterriza en la Moncloa en medio de la peor crisis económica en décadas y obligado a moverse en un entorno que cambia a gran velocidad. Los sustos constantes en la zona euro y el cambio del concepto clásico de soberanía dentro de la UE no son asuntos que permitan una actitud muy relajada. Ahora bien, Rajoy da toda la sensación de querer volver al estilo de la Unión de Centro Democrático (UCD) del año 1979, cuando el partido de Adolfo Suárez gobernaba y las pulsiones autodestructivas internas de la organización todavía se mantenían a raya. Centrismo, reformismo, pactismo, diálogo y moderación son etiquetas que el mandatario exhibe en sus últimos discursos.
Recuerdo algunas declaraciones de Piqué, durante su etapa de ministro de Aznar, en el sentido que había que regresar al espíritu de 1977, cuando estrenamos la democracia. Había, en esta posición, dos objetivos complementarios: ganas de rebobinar ciertos consensos para modificarlos y una necesidad de enlazar con el momento fundacional del sistema para legitimar una interpretación nueva de la Constitución. El piquerismo ministerial –después evolucionó hacia tonalidades más efectistas y abruptas– se movía en esta ambigüedad. Pienso en ello porque Rajoy, aparentemente, conecta ahora con este estilo de política que rehúye la frontalidad y busca –si se me permite el símil futbolístico– el gol por la escuadra. Recuerden que la UCD fue el partido que, de la mano del PSOE, impulsó la Loapa, una ley que pretendía remodelar a la baja los estatutos de las naciones históricas. La música de la Loapa sobrevivió aunque el TC desautorizó la letra.
Evitar algunos errores de Aznar, he ahí una lección aprendida por el nuevo líder popular. Rajoy no quiere fabricar más independentistas, no quiere provocar las épicas catalanistas, no quiere hacer mucho ruido. Quiere gobernar, durar el máximo tiempo en el cargo y, como es lógico, llevar a cabo un programa que incluye –no hay que bajar la guardia– una recentralización autonómica que no lo parezca mucho pero que se implante también con la ayuda de la crisis económica y social. Por eso está abierto a hablar de financiación con el Govern de la Generalitat pero da largas sobre el pacto fiscal que reclama CiU y que tiene un amplio apoyo social en Catalunya. La mayoría absoluta de Aznar fue una exaltación del agitprop y la de Rajoy será, en cambio, una metódica manera de ganar terreno «sin que se note el cuidado». Aznar era un dirigente fascinado por la batalla como tal mientras Rajoy tiene bastante con saber que va ganando.
Auguro que las jugadas que el Gabinete de Rajoy haga en el tablero catalán serán más sofisticadas de lo que pensamos. Y más difíciles de resolver. No sé si una consulta popular será suficiente para responder a todo esto.