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Francesc-Marc Álvaro | Havel no ha estat un miratge
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21 dic 2011 Havel no ha estat un miratge

De la caída del Muro salieron muchas ilusiones, no pocas energías y también algunos desengaños. El fin de las dictaduras comunistas del centro y este del Viejo Continente fue un momento feliz –quizás no bien aprovechado del todo– de reencuentro de los europeos con nosotros mismos. Desde el otro lado del antiguo telón de acero, empezaron a llegarnos movimientos, figuras y palabras que, si las hubiéramos escuchado con más atención, podrían haber vigorizado las democracias occidentales, las viejas como la francesa o la británica, y las nuevas como la nuestra. De entre todos los nombres que se hicieron presentes en aquel momento, Václav Havel era el más atractivo porque reunía la imaginación del artista, la profundidad del pensador, la convicción del activista y el realismo del político. Su reciente desaparición coincide –y parece una ironía de una de sus obras teatrales– con una falta clamorosa de liderazgos morales entre los gobernantes y con una tendencia inquietante a dar la confianza a tecnócratas que nadie ha votado.

El escritor checo que se convirtió en líder de la revolución de terciopelo y primer presidente de la nueva Checoslovaquia democrática tenía la autoridad del disidente que había sido encarcelado y censurado. Su actitud era la de un gobernante muy próximo a la gente, alguien que sabía sonreír desde el poder sin aquel ademán forzado que exigen las rutinas electorales. Pujol, con aquella lucidez que siempre ha tenido para la política mundial, dijo lo siguiente de Havel, con quien se vio en Praga y en Barcelona de manera oficial algunas veces: «Tendremos que esperar tiempo para acabar de entenderle, como a la mayoría de políticos del Este, acabados de estrenar como políticos en libertad».

Ha pasado mucho tiempo desde primeros de los años noventa, cuando el entonces presidente de Catalunya hacía estas consideraciones. Hoy ya podemos entender mejor las razones por las cuales Havel fue el hombre en quien checos y eslovacos confiaron para «salir del comunismo para volver a la historia», según afortunada expresión de André Glucksmann. Sus ideas y sus actitudes eran las de un humanista que quería poner el poder al servicio de las personas, un librepensador que no se permitió el sentimiento de rencor o el de revancha porque sabía que la libertad de veras necesita tolerancia, generosidad y grandeza de miras. Cinco años antes de saludar desde un balcón a la ciudadanía que había perdido el miedo y se manifestaba en la plaza de san Wenceslao de Praga en noviembre de 1989, Havel resumió así su programa para el futuro: «Soy partidario de una política antipolítica. Es decir, de una política que no equivalga a una tecnología del poder y la manipulación con él como una forma de dirección cibernética de los hombres o como un arte de finalidades concretas, prácticas o intrigas, sino de la política como una de las formas de buscar y de conquistar el sentido de la vida; cómo protegerlo y cómo servirle; una política como moralidad practicada; como un servicio a la verdad; como preocupaciones por nuestros prójimos, preocupaciones auténticamente humanas, que se rigen por medidas humanas». A la luz de los retos de la Europa actual, las palabras del autor de Largo desolato son de una vigencia extraordinaria. Superado el totalitarismo, la tarea es mejorar, modernizar y profundizar la democracia para que siga siendo un sistema al servicio de la dignidad plena de cada individuo.

Quiero pensar que Havel no ha sido un espejismo, que no ha sido la excepción que confirma la regla en el marco de una historia reciente demasiado repleta de cínicos, fanáticos, incompetentes, oportunistas y vendedores de humo. Necesito pensar que las lecciones del gobernante Havel han fecundado, ni que sólo sea por casualidad, las intenciones y los estilos de algunos de los que ahora y aquí aspiran a conducir a los ciudadanos hacia nuevos horizontes de libertad, bienestar y justicia cuando eso resulta más complicado y más arriesgado. Este gran hombre de palabra y de acción hizo siempre lo que le dictaba su conciencia, incluso cuando sabía que sería impopular o poco comprendido por ciertos sectores. Por ejemplo, su razonada defensa del ingreso de su país en la OTAN es una de las más lúcidas y originales reflexiones sobre los valores occidentales, sin silenciar críticas a las disfunciones y excesos del capitalismo salvaje, que también combatió con coraje. Havel es un gran referente de nuestro tiempo, como lo es Mandela o la luchadora birmana Aung San Suu Kyi. Él consiguió –entonces algunos éramos jóvenes que descubríamos el vendaval de la historia– animarnos con una nueva idea de política, de democracia y de Europa. Y no sólo con las ideas, rompedoras. También con la actitud que las acompañaba, una actitud que venía de la resistencia basada en el convencimiento ético pero que no se perdía en los jardines de la moralina. Hoy, cuando hay tantos falsos profetas que embaucan a los jóvenes con utopías que no son nada más que viejas pesadillas recicladas, hay que reivindicar el legado de Havel. No, este hombre no ha sido un espejismo, ha sido un ejemplo. Cuando la ejemplaridad de veras va muy buscada, necesitamos redescubrir a los héroes de nuestra época para inspirarnos y superar el pesimismo.

Guardo como un tesoro un libro de Havel firmado de su puño y letra cuando hacía poco tiempo que ejercía como presidente; debajo del nombre dibujó un pequeño corazón, como un adolescente. ¿Cuántos necesitamos como él?

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