30 may 2012 Àngels del cinisme
Añoro tres firmas que nos dejaron hace ya tiempo y que hoy me gustaría poder leer sobre esta maldita crisis: Manuel Ibáñez Escofet, Jaume Lorés y Joan Fuster. Ahora, que hacemos demasiado caso de traficantes del apocalipsis y recicladores de utopías apolilladas, sería muy higiénico enfrentarnos a la lucidez de tres librepensadores que, además, estuvieron estrechamente vinculados a esta casa. ¿Qué nos dirían, por ejemplo, del escándalo de Bankia estos tres brillantes escritores de periódicos, maestros en recoger aquellas palpitacions del temps que fascinaban a Xènius? Seguro que meterían el bisturí con mano firme. Y es muy probable que -a la vista de ciertas carreras públicas que han fallado- acabaran hablando del cinismo. Esto es obligado.
El problema de hablar de estas cosas tan a menudo como lo hacemos ahora es el peligro de parecer más ingenuos de lo que somos, como si quisiéramos decir al mundo que en el Café de Rick, en Casablanca, hemos descubierto que se juega. ¿Qué cosas, verdad? Si callamos, sin embargo, parece que aceptamos la tira de eufemismos, subterfugios y fábulas que nos regalan diariamente. El agujero de la entidad financiera que debía ser emblemática no fue responsabilidad de los gestores colocados a dedo sino de la crisis, se nos dice. No es una ayuda pública lo que se hace efectivo, sino una inyección de capital, se repite. Para articular con seguridad este tipo de discursos tan extraños a la realidad hay que tener una cierta vocación cínica, un talento natural a la hora de considerar que las palabras lo aguantan todo y que el público es, de natural, idiota. Ahora, cuando la broma asciende a más de 30.000 millones de euros, la retórica -por esmerada que sea- ya no puede hacer nada. Y el cinismo aparece entonces sin ningún glamur. El cinismo es el escudo sucio y roto de quien se ha dedicado a perseguir el botín durante mucho tiempo.
Hace menos de tres años, dediqué un papel a la relación entre cínicos y fanáticos y, en aquel momento, propuse una tercera categoría híbrida entre las otras dos, que denominé mutante. Definí el mutante como un cínico que ve una oportunidad en el hecho de travestirse de fanático, de iluminado, de salvapatrias. «El mutante -sostenía y sostengo- adopta todas las maneras y tácticas del fanático pero no es un creyente patológico sino un aventurero oportunista, que trata de alcanzar su objetivo por la puerta de atrás». En casos como el de Bankia, para seguir con el mismo ejemplo, la nómina de mutantes necesarios no es pequeña, al contrario. Sólo hay que pensar en el celo de algunos y algunas dirigentes a la hora de animar la polémica sobre banderas e himnos en los estadios para comprender con exactitud allí donde hacen intersección los intereses de clan más prosaicos y los valores más sagrados de la misma cofradía. Esta impostura es similar a la mecánica que saca del armario el psicodrama de Gibraltar durante los mismos días que, casualmente, el Gobierno español es incapaz de transmitir confianza a los mercados. Donde no llegue la credibilidad de la Moncloa que llegue, cuando menos, la testosterona de la raza. La invasión del islote de Perejil, en la etapa de Aznar, fue la más lograda plasmación de esta política del cínico que adopta maneras de fanático.
Un amigo me hace ver que, en estos momentos, empezamos a sufrir las consecuencias de una transformación en sentido contrario a lo que he descrito. Proliferan también, entre determinadas élites especialmente bien situadas, los fanáticos que llegan al cinismo desde el convencimiento de que la posesión de una razón intocable e inmutable permite hacer gala impúdicamente -como dice el diccionario- de actos vergonzosos, sobre todo de los que tienen que ver con la sistemática desfiguración de la verdad. El fanático descubre que el cinismo sirve para, mediante la pérdida de cualquier sentimiento de vergüenza, repintar la impunidad con un material que simula ser una especie de honor hecho a medida. No hay culpa ni responsabilidad, las consecuencias de los actos no tienen ningún valor y tampoco importa si tenemos delante incompetentes, delincuentes o las dos cosas a la vez. Nosotros, pobres cándidos, no entendemos la grandeza de la misión de estos personajes que pasan fácilmente de políticos a gestores privados y de gestores privados a ectoplasmas que no deben responder ante nadie. ¿Si el cínico que simula ser un fanático es un mutante, cómo debemos llamar al fanático que se viste con la capa del cinismo? Se le podría denominar ángel de la guarda, porque habita una realidad paralela, desde donde vigila el huerto.
¿Qué hacemos? Se admiten propuestas, para no morir ahogados entre la candidez, la mala leche y la impotencia. Mientras, consulto uno de estos referentes que mencionaba al principio. En Diccionari per a ociosos, Fuster escribe lo siguiente: «Cal insistir-hi: convé reivindicar el cinisme. En el fons, allò que anomenem cinisme no és sinó l’antídot de la hipocresia. La figura simètricament oposada al cínic no és el virtuós, ni tan sols el purità: és el fariseu». Desgraciadamente, la elegancia literaria del maestro de Sueca se ha visto superada mil veces por la realidad y podemos afirmar, sin exagerar, que los mutantes y los ángeles de la guarda han conseguido que cínico y fariseo sean, en la España de hoy, categorías sinónimas. Recuerden que, cuando Bankia salió a bolsa, a mediados del 2011, el lema escogido para captar pequeños ahorradores fue «Hazte bankero». Ahora el eslogan es «Hazte el harakiri».