06 jun 2012 Elogi dels alcaldes
Les propongo un juego: imaginen, por un rato, que son el alcalde de su ciudad o su pueblo. Lo tienen que imaginar haciendo un esfuerzo por ir al detalle: servicios que hay que mantener en funcionamiento como sea, ciudadanos que piden cosas, nóminas que hay que pagar al día, proveedores que presentan facturas, emergencias que surgen, quejas que son competencia de otras administraciones pero que acaban llegando a su mesa o cuando pasean por la calle… Imaginen todo eso y, además, piensen en las dificultades financieras que tienen la mayoría de los ayuntamientos de este país. Hecho esto, pregúntense si ser alcalde es, en estos momentos, un cargo envidiable o una misión imposible. La respuesta sincera es muy clara.
Estos días, se habla de la voluntad del Gobierno de abordar una simplificación administrativa por la vía de reagrupar municipios. Es un planteamiento que en Catalunya no gusta mucho, vistas las dimensiones y características de nuestro país. En todo caso, cualquiera sabe que las realidades locales no pueden modificarse por decreto y que hay una serie de dinámicas sociales y culturales que van más allá y más acá de los mapas oficiales. El vínculo político principal que mantiene cualquier ciudadano de una democracia es con su ayuntamiento y eso compromete de manera especial a los gobernantes que tenemos más cerca. Quizás no pensamos lo suficiente en ello. Este vínculo se intensifica cuando aumentan los problemas, como pasa a raíz de la crisis. Los ayuntamientos son hoy, más que nunca, la última protección pública de las personas en medio de la tormenta. Las entidades sociales y las familias son esenciales, pero el sistema democrático gana o pierde credibilidad y legitimidad cuando los concejales de nuestra población hacen o dejan de hacer lo que es importante y para lo cual han sido escogidos.
Siempre me ha parecido injusto y desfigurador que las críticas a los políticos pongan a todo el mundo en el mismo saco. Las encuestas y los comentarios de la gente nos indican de manera descarnada que el oficio de gestionar el interés general despierta animadversiones furibundas y menosprecios siderales. El político es visto como el problema y no como el encargado de encontrar soluciones. Al margen de generalizaciones, el hecho es que, cuando se observan dirigentes principales de España y de Europa, la sensación que nos llega es de desconfianza y de inquietud. O no saben lo que pasa o no nos lo dicen claramente o las dos cosas a la vez.
Dicho esto, nuestros alcaldes y concejales no pueden hacer como algunos consejeros y ministros: no pueden ponerse de perfil y disimular. Ellos se relacionan con la realidad sin las barreras que la política grande coloca entre gobernantes y gobernados. Esta proximidad es un sinónimo de verdad, por eso las decisiones de nuestros representantes municipales demuestran hoy la calidad intrínseca de nuestra democracia. Me parece, por la cara que hacen muchos alcaldes catalanes, que ellos son plenamente conscientes de que, en este presente que nos ha tocado, gestionan algo más que los recursos escasos. Gestionan -lo digo sin exagerar- la máquina de la esperanza cívica.
Ubicados en este contexto, me parece higiénico para la moral colectiva hacer un elogio público de los alcaldes y concejales que pilotan los ayuntamientos. Ya sé que están ahí porque han asumido un compromiso libre y voluntario que, se supone, les produce algún tipo de satisfacción. De acuerdo. Con todo, reitero mi elogio a todas las mujeres y hombres que hoy dedican su tiempo a salvar los muebles de nuestro sistema democrático y de bienestar desde el poder local. No son perfectos ni están a salvo de vicios y manías, pero son imprescindibles para evitar la sensación de desbarajuste y desamparo que nos agobia.
¿Saben cuál es hoy el trabajo principal de la mayoría de los alcaldes una vez han intentado cuadrar las cuentas? Acompañar a la gente, sobre todo a los que lo pasan peor. El verbo acompañar parece más indicado para explicar la tarea de curas, psicólogos y otros profesionales del alma, pero aquí también va bien. La política debe saber acompañar, sobre todo cuando el gobernante no tiene más remedio que decir no a muchas demandas de la ciudadanía. Los alcaldes y concejales pronuncian la palabra no muchas veces, saben que hay pocos céntimos en la caja y que no se puede prometer lo que no se podrá pagar. Hacer política en estas condiciones es un ejercicio delicado que nos pone a todos a prueba.
Atrás quedan los tiempos alegres en que los alcaldes podían inaugurar teatros, piscinas, bibliotecas y locales vecinales. Atrás quedan los días de honores y fiestas, cuando el negocio inmobiliario generaba unos recursos que permitían llenar fácilmente las arcas consistoriales de todos los pueblos y ciudades. Entonces, los alcaldes eran personajes todopoderosos que se permitían vivir sus mandatos en términos de competición: haré más que mi predecesor, seré más popular que los de antes, proyectaré con más fuerza el nombre de mi pueblo… Ayer, los alcaldes eran simpáticos Reyes Magos que podían hacer realidad muchas ilusiones y hoy son tristes gestores de la escasez.
Hemos aterrizado, finalmente. ¿Quién quiere hoy presentarse a las elecciones municipales? Yo no, por descontado. Por eso tengo un gran respeto por aquellos que hemos elegido para que nos saquen las castañas del fuego.