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Francesc-Marc Álvaro | La consciència de Dívar
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22 jun 2012 La consciència de Dívar

Carlos Dívar se larga, finalmente. El expresidente del Consejo General del Poder Judicial ha declarado que «no tengo conciencia de haber hecho nada malo» y ha insistido en que no se siente «culpable de nada». En este caso, yo tiendo a creerlo. Y esta es la tragicomedia que nos distrae: Dívar no era consciente de que sus gastos oficiales eran excesivos e inadecuados porque tenían más que ver con su vida estrictamente privada que con las obligaciones de su cargo. El hombre que encarnaba la autoridad del tercer poder del Estado se siente inocente y lo proclama con una sinceridad que sólo tienen los niños y los locos. La tragicomedia es sensacional. El factor humano de la peripecia, de tan humano como es, nos recuerda que, a veces, lo que parece cinismo podría ser pura estupidez.

Dívar vivía en una burbuja. Física y mental. Más allá de su momento de gloria y de si es o no una cabeza de turco en una guerra gremial y sectaria donde todo vale, hay que aprovechar el día para hacernos preguntas. Por ejemplo, ¿cómo se llega a tener conciencia de la corrección o incorrección de una determinada manera de hacer cuando se ocupa una responsabilidad pública? He ahí un asunto apasionante que daría para una tesis. De las palabras de Dívar se desprende que él hacía lo que hacía con el dinero del erario porque eso es la costumbre (la norma, dicen) y -sobre todo- porque no había notado nunca que su comportamiento fuera extraño, anómalo o particularmente diferente del que tenían el resto de figuras a su alrededor. En este vodevil, sólo hay un problema de grado: Dívar ha exprimido demasiado la naranja, no calculó bien, se ha pasado. Lo que decíamos antes: para hacer según qué hay que tener más luces. Mi conclusión, a efectos poéticos, es que fuerzan la dimisión de Dívar por poco discreto. Por corto, diría mi abuelo.

La conciencia de Dívar sobre los céntimos que salen de los impuestos es una conciencia predemocrática. Quiero decir que es de antes de la creación del Estado democrático moderno, donde las decisiones de los poderes deben someterse -en teoría- al escrutinio de la opinión pública. El problema es que, a lo peor, hay otros cargos relevantes de la España y la Catalunya oficiales que participan todavía de esta conciencia más o menos aristocrática sobre cómo gastar el dinero de todos. El hecho es escandaloso pero habitual, a causa de reglas que facilitan el secreto y, en definitiva, el abuso, el capricho y la arbitrariedad.

No hace falta ser sueco ni protestante ni haber pasado por esta crisis para saber que cada céntimo que gasta una administración debería ser tratado como si fuera el último céntimo, con un respeto sagrado y reverencial. Como hacemos los que no somos ricos con nuestra plata particular, ni más ni menos. También así debería funcionar siempre la conciencia de cualquier servidor público.

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