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Francesc-Marc Álvaro | Vergonya i democràcia
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03 ene 2013 Vergonya i democràcia

Se vuelve a hablar de la vergüenza, nos lo explican en las páginas culturales de este periódico. Las palabras van y vienen como si nada. En el tiempo que mis padres vivieron como suma de pasado, presente y futuro (la posguerra), la vergüenza era muy importante. En el tiempo de mis maestros (los setenta), la vergüenza dejó de ser un valor en el escaparate de la existencia. Hoy, después de todos los naufragios de los grandes relatos, viejos progresistas que se han convertido en abuelos sienten nostalgia de la vergüenza, como se añora una antigua cómoda de la tía, que alguien no supo valorar en su momento. Me hace gracia.

De mis padres aprendí que los pobres tenían vergüenza mientras los ricos tenían otras cosas. Misterios relacionados con el pasillo oscuro que une la libertad, la propiedad y la dignidad. La vergüenza no era una bandera, era el refugio de quien no tiene nada, un espacio de prevención contra los abusos, enormes durante muchas décadas en este país. La vergüenza no era una marca de clase social, era la supervivencia que se transforma en costumbre. Hace falta ser periférico -en sentido integral- para comprender exactamente que la vergüenza no puede ser pensada por según quien. En catalán, tenemos la palabra pocavergonya, muy apropiada. En español, se habla de sinvergüenza, quizás menos trágica. Exacta, sin embargo.

¿De qué hablamos hoy cuando hablamos de la vergüenza perdida? De cuatro cosas.

1. La sociedad del espectáculo ha cambiado el concepto de vergüenza al convertir el pudor en una palabra sin sentido. Mostrar la propia vida mediante las redes sociales es un ejercicio de millones de personas. Está vinculado a la destrucción del concepto clásico de privacidad y de intimidad. Además, transgredir para ser famoso exige aparcar cualquier residuo de vergüenza. Muchos quieren ser famosos y la vergüenza es, entonces, una muralla que hay que saltar. La obligación de ser desinhibido, natural y divertido ante el mundo no se discute. La chabacanería acaba pudriendo la representación: hay que mostrar el culo y el alma con total abnegación. Somos estrellas on fire.

2. La falta de vergüenza como falta de sentimiento de culpa o de responsabilidad es lo que define el espacio de la política-porquería y de la política-trapo.

Tiene que ver con un mundo donde a los ciudadanos nos conviene creer que todo nos supera y que las causas de los problemas que vivimos no tienen nada que ver con nuestras decisiones. Es una excusa. Sólo nos vemos como víctimas.

Tiene que ver con un mundo donde «uno mismo es el proyecto fundamental de cada individuo» como escribe François Ascher. En este universo, «la sociedad nos dice cada vez menos cuáles son las reglas que debemos respetar, pero nos conmina a que elijamos nosotros mismos las que debemos adoptar». Este sociólogo francés tiene clara la conclusión: «En este nuevo contexto, la vergüenza y la culpabilidad ya no sirven para sancionar el incumplimiento de las normas que uno mismo ha elegido o cree haber elegido».

Tiene que ver con la quiebra de los mecanismos de persecución y castigo de comportamientos criminales o éticamente dudosos que instauran una idea de impunidad fácil y que impide que pueda prosperar nada parecido a la ejemplaridad de los líderes políticos, económicos y sociales.

Tiene que ver, finalmente, con la sensación de que las normas siempre acaban premiando a quien no las cumple o las desfigura en función de sus intereses espurios. Es el caso -por ejemplo- de la amnistía fiscal dictada por el Gobierno, una verdadera burla a la mayoría y un mensaje que alimenta el cinismo más descarnado.

3. La vergüenza inencontrable exige rituales paliativos por parte de los poderes, para liberar presión. Parece que sea autocrítica pero es otra cosa. A veces, los políticos piden disculpas sólo por evitar que la falta de popularidad les destroce en las encuestas. El pasado septiembre, Nick Clegg, líder de los liberaldemócratas y socio del primer ministro Cameron, se disculpó por haber aceptado un aumento muy fuerte de las matrículas universitarias cuando, en campaña, había prometido que eliminaría estas tasas. Y, a finales de noviembre, un grupo de militantes del PSOE grabaron un vídeo en el cual admitían errores del Gobierno Zapatero y pedían perdón, entre otras cosas «porque no reconocimos a tiempo la crisis y negamos su magnitud». Chacón -exministra- no tuvo ningún problema en manifestar que «la gente no volverá a confiar en nosotros si no somos capaces de decir que hay cosas en las cuales nos hemos equivocado». En el circo, estos números triunfan.

4. ¿Se puede hablar de vergüenza sin hablar de respeto? ¿Cuando los engaños se presentan como errores, no se está faltando gravemente al respeto de los administrados? ¿Cuando el término nazi o enfermo mental se aplica a un adversario, qué tipo de sociedad se propone? ¿Cuando se considera que la gente no tiene memoria, qué horizonte de confianza se fabrica? La vergüenza es proporcional al nivel de respeto que sentimos por la verdad y por la inteligencia de quien nos escucha. ¿Puede prosperar, a principios del siglo XXI, una vida democrática que parta de la creencia que, al fin y al cabo, sólo somos figurantes de la nada?

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