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Francesc-Marc Álvaro | Botigues que tanquen
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10 ene 2013 Botigues que tanquen

El cierre de la librería Catalònia, en la barcelonesa ronda Sant Pere, ha causado una triste sensación de pérdida en mucha gente. Es natural: estamos hablando de un establecimiento mítico, vinculado a la peripecia de muchas personas de varias generaciones. La educación sentimental -y la educación en general- de muchos barceloneses y catalanes está vinculada a una librería que llegó a ser mucho más que un negocio de venta de libros. El lugar de la Catalònia lo ocupará en el futuro un restaurante de comida rápida de una cadena global con origen yanqui, un final que ni el guionista más indignado podría haber imaginado tan redondo para ilustrar la transformación radical del paisaje urbano, que es la transformación de nuestra forma de vivir, consumir, trabajar y morir. Supongo que, detrás de todo, hay también una cierta mutación moral.

La comparación entre el libro y la hamburguesa daría para muchas reflexiones, algunas elegiacas y otras quizás irreverentes, teniendo en cuenta que también se editan y se compran libros, que -por desgracia- no son exactamente ni cocina de mercado ni, todavía menos, cocina de autor. En todo caso, una ciudad que pierde librerías y gana locales de comida rápida señala un modelo que quizás es magnífico para el turismo de masas pero no hace saltar de alegría a los que vivimos o trabajamos en ella. La Barcelona vivida o la Barcelona decorado, he ahí un debate pendiente y que parece no interesar a nuestros políticos, quizás porque los obligaría a revisar muchos dogmas que han inspirado proyectos que han votado y ejecutado varios partidos.

Hoy cierran algunas librerías y cierran también otros negocios. Algunos porque no pueden resistir la crisis y otros porque no han hecho una buena gestión, y todavía están los que han tenido mala suerte (factor que cuenta en cualquier empresa) o los que, como les pasa a los comerciantes del barrio de Sant Narcís de Girona, son víctimas de actuaciones públicas hechas de mala manera y sin pensar en la gente. El cierre de comercios representa mucho más que la pérdida de puestos de trabajo o de puntos de referencia en el imaginario colectivo. Las tiendas cerradas transmiten un mensaje descorazonador de no future que acaba contaminando el estado de ánimo y destruyendo el espíritu de ciudad.

Hace unos años, cerraron dos librerías en mi ciudad, Vilanova i la Geltrú, que habían sido espacios mágicos para quien empezaba a descubrir que leer era una manera de multiplicar el vivir. Hablo de la Llibreria Vilaseca, que dominaba la parte central de la Rambla, y que estaba vinculada a una imprenta donde tiraban desde el Diari de Vilanova hasta estampas para primeras comuniones, pasando por carteles. Y hablo también de la librería conocida popularmente como Can Modistes, de la calle Caputxins, donde siempre había prensa extranjera -que los veraneantes compraban cuando llegaban de la playa- y los cómics de la editorial mexicana Novaro, mis preferidos. Aquella librería disponía de una trastienda repleta de títulos descatalogados, un tesoro donde algunos enfermos rebuscábamos durante horas mientras el propietario, el señor Mier -perico furibundo-, hostigaba a los clientes culés. Los primeros años de la transición, algunas librerías eran lugares donde se hablaba de fútbol, de la nueva política y de las señoras desnudas de las revistas. Era un entrenamiento improvisado para la democracia, una época en que Nadiuska y Carrillo compartían página. Cuando asistimos al cierre de estos trozos de nuestra experiencia, es inevitable sentir una especie de amputación, como si perdiéramos todos los dientes a la vez.

En los centros urbanos de varias ciudades catalanas, conviven hoy tiendas de toda la vida con establecimientos (sobre todo franquicias clónicas) que llenan el vacío que han dejado negocios que un día dijeron adiós por un motivo u otro. Lo que acabo de escribir parece sugerir un mundo estático adornado de perfecciones contra un mundo efímero y minado de desgracias. No es exactamente eso, obviamente. Hay que lamentar el cierre de la Catalònia y de muchas tiendas de larga trayectoria, pero tampoco podemos magnificar automáticamente lo viejo o lo que tiene tradición. Hay tradiciones que merecen el olvido inmediato. El problema no es la desaparición de unos lugares emblemáticos sino el empobrecimiento de la ciudad como motor de intercambio de ideas y de cosas, la ciudad como receptáculo de sentido que nos civiliza y nos ordena. Ahora bien, para ser justos, hay que decir que, algunas veces, la destrucción de negocios resulta higiénica, indispensable. Por ejemplo, que la crisis obligue a cerrar a determinados piratas de los fogones que ofrecían bazofia a precio de oro es una buena noticia.

Somos nuestras tiendas, empezando por nuestras librerías. Estoy convencido de que uno de los alicientes de perderse por librerías diferentes -esos ratos robados- es comprobar que siempre hay algunos libros que nos sorprenden y capturan, como si nos estuvieran esperando sólo a nosotros. Son títulos que no hemos visto antes anunciados, volúmenes que ningún amigo nos ha recomendado. Estos libros aparecen allí, encima del mostrador, y ya no tenemos más remedio que comprarlos y, tal vez, leerlos. Como si nos fuera la vida en ello. Y es que, a buen seguro, es la vida lo que nos va en ese gesto.

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