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Francesc-Marc Álvaro | Can Solà, el temple
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08 feb 2013 Can Solà, el temple

Hoy viernes me tomaré la última copa en el templo civil donde he profesado, desde joven, la fe en Baco -el dios del vino- y en la amistad. Antes de que Don Carnal llegue a la ciudad, cerrará definitivamente sus puertas el Celler de Can Solà, negocio familiar de venta de vinos y licores situado en una de las esquinas de la plaza de la Vila de Vilanova i la Geltrú, siempre vigilado por la estatua de Josep Tomàs Ventosa i Soler, indiano que fue alcalde de Matanzas, en Cuba. Los propietarios de Can Solà, Josep Colomé -el Pep- y su mujer, la Paquita, quieren jubilarse, es ley de vida, y sus hijos tienen otras profesiones. Cuando supe su decisión, sólo hice una pregunta: y, a partir de ahora, ¿adónde iremos? Todos tenemos paraísos cotidianos donde hacer una tregua y ahora, a mí, me han fastidiado.

Hace unos días, glosábamos aquí el cierre de la famosa librería Catalònia, en Barcelona, y decíamos que «nosotros somos nuestras tiendas». Can Solà se inauguró en 1967 -justamente el año en que servidor nació- y ha sido, desde entonces, un lugar de referencia para centenares de vilanoveses y forasteros -veraneantes incluidos- que han descubierto un espacio agradable para remojar el gaznate y comprar las sustancias legales que nos hacen la vida algo menos absurda. Las cosas no surgen de la nada. La elaboración y el comercio del vino ya habían sido actividades de la abuela y del padre de Pep, a quien conocían por el sobrenombre del Onclet, dado que era el quintero de la torre del Onclet, masía perteneciente a la familia del pintor Martí Torrents, del grupo de Joaquim Mir, Enric Cristòfol Ricart y Alexandre de Cabanyes.

A los amigos de fuera, siempre los he invitado al Celler (los indígenas lo llamamos así, como algunos, antaño, se referían al Partido) antes de comer o cenar, para que captaran aquella información ambiental que está más allá y más acá de las palabras. En el Celler, les he presentado al tío Baixamar y otras figuras de la tribu. Entre botas y botellas de vino y cava, durante años, hemos alzado la copa personas de pensamiento y procedencias diversas, cohabitando civilizadamente en una de las ágoras más plurales que conozco. Y, en fechas especiales, hemos celebrado aniversarios y proyectos, y también hemos ido a remojar las derrotas para transformarlas, no hay más remedio, en alguna enseñanza. Los compañeros, las mujeres y los días -con permiso del poeta- nos han acompañado en este viaje modesto por las baldosas del Celler, millones de palabras en los culos de miles de vasos. Y, a veces, hemos visto algún ángel que pedía un vermut.

Una cosa que me gustaba mucho del Celler es que no tenía ni mesas ni sillas. Sólo un mostrador largo y magnífico, apto para todo tipo de náufragos. Había que beber siempre de pie, como quien espera el fin del mundo.

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