07 mar 2013 El primer cap tallat
Es paradójico: la primera cabeza cortada para frenar el proceso soberanista en Catalunya será la de un fiscal conservador que es claramente contrario a la independencia de nuestro país. Si no fuera una noticia tan bestia y democráticamente tan impresentable, daría risa. Pero no. Porque la dimisión forzada de Martín Rodríguez Sol por haber opinado -sin salirse ni un milímetro de la legalidad constitucional- sobre eventuales consultas marca el techo de la discrepancia dentro del bando de los que dicen defender, por encima de todo, la unidad de España.
En el tardofranqusimo, el mundo oficial toleraba «el contraste de pareceres» como sustitutivo del debate libre en una sociedad abierta. Hoy, a principios del siglo XXI, parece que ciertos poderes no pueden digerir ni eso. El fiscal general del Estado, el PP, el PSOE y determinados medios de Madrid consideran que el fiscal superior de Catalunya debe pagar cara su osadía. Especialmente interesante ha sido la intervención de la señora Valenciano, vicesecretaria general socialista, cuando ha mencionado la necesidad de «prudencia» para justificar la fulminación de Rodríguez Sol. La competición entre los dos grandes partidos españoles para ver quién es más nacionalista vive horas brillantes. El maestro Pla ya lo decía: lo que más se parece a un español de derechas es un español de izquierdas, como está comprobando Pere Navarro mientras trata de complacer a todo el mundo.
En la destitución del fiscal superior de Catalunya hay quien ve una cierta venganza del fiscal general, Eduardo Torres-Dulce, porque el primero abrió diligencias en relación al borrador policial fantasma publicado por El Mundo en plena campaña, un papel sin padre ni madre que acusaba a Artur Mas de tener cuentas en Suiza, falsedad desmentida inmediatamente por el interesado y por los bancos helvéticos. Torres-Dulce reprendió públicamente al fiscal superior de Catalunya por intentar perseguir la calumnia, una actitud que a mí me produce estupefacción. Por cierto, todavía es hora que el ministro del Interior dé explicaciones sobre el trasfondo de este montaje para destruir a un líder político, una maniobra digna de república bananera.
Ahora estamos ante un típico sacrificio ritual que intenta conseguir dos objetivos a la vez. En primer lugar, se trata de blindar el gran tabú según el cual nunca (y bajo ninguna circunstancia) el pueblo catalán podrá ser consultado sobre su continuidad como parte del Estado español. En segundo lugar, se trata de un aviso contundente para navegantes, sobre la obligación de obediencia ciega de los servidores del Estado a una sola y única interpretación de la ley, sin posibilidad de matices ni modulaciones, por leales que estas sean a los principios intocables y sagrados de la Constitución de 1978. Rodríguez Sol, a efectos técnicos, es tratado como una especie de hereje en manos de la Santa Inquisición. El núcleo del Estado quiere cortar de raíz todo lo que parezca una desviación del dogma más preciado. También las tiranías hacen purgas para eliminar a los dudosos con cargo, considerados un mal peor que el enemigo declarado.
El debate sobre si un fiscal puede opinar como cualquier otro ciudadano o debe limitarse a emitir sus dictámenes es una discusión tramposa porque, desde la recuperación democrática, fiscales (y también jueces) han hablado sin problemas. El silencio que ahora se exige al fiscal superior de Catalunya es un cambio repentino de las reglas y las costumbres. Por lo tanto, vayamos más allá y consideremos lo que ha dicho este fiscal. De sus palabras sobre un hipotético referéndum no se puede desprender, en ningún caso, que el personaje sea un criptoseparatista infiltrado dentro del tercer poder del Estado. Su pecado sería -me parece- haber introducido en su declaración del pasado día 3 dos ideas que Madrid debe considerar altamente peligrosas: a) «Una realidad social de una parte importante de la población de Catalunya que cree que es mejor para Catalunya otro modelo»; b) «Al pueblo hay que darle la posibilidad de expresar lo que quiere; en general a cualquier pueblo». Lo que más inquieta a los inquisidores es que un fiscal asegure que hay «una realidad social de una parte importante de la población de Catalunya». Es este reconocimiento de una diferencia política viva lo que resulta intolerable. Porque abre la puerta a admitir que, efectivamente, hay un pueblo catalán que -tarde o temprano- podría actuar como sujeto colectivo tan (relativamente) soberano como el pueblo español.
Si hacemos abstracción de quién habla y desde dónde habla (imaginen las palabras del fiscal en inglés), todo se hace más evidente: son tesis de un impecable fundamento democrático, propias de un demócrata civilizado. Entonces, la conclusión es necesariamente escalofriante: los poderes formales y fácticos de España tienen miedo a la democracia más que a la secesión de Catalunya. ¡Qué descubrimiento! Como si no supiéramos todo lo que pasó con el Estatut una vez llegó al TC. Rodríguez Sol recibe hoy la misma medicina. La transición no democratizó las mentalidades, sólo creó unas instituciones que -cuando toca- dejan de lado su naturaleza democrática para convertirse en máquinas bélicas al servicio de la causa de la fe en un proyecto intocable, inmutable y eterno.