14 mar 2013 Roma, entre secrets i tuits
Roma ha ofrecido estos días el espectáculo fascinante de la comunicación incomunicada, de la información bloqueada, de la mediación supeditada al secreto. Dos mil años de experiencia en el control del mensaje enfrentados a un presente acelerado que cuestiona dos capacidades del individuo, creyente o descreído: la atención prolongada y la abstracción. A las nuevas generaciones les cansa todo lo que no sea fragmentario y les es más fácil pensar utilizando imágenes que palabras. Nuestros hijos son pantallas vivientes.
La Iglesia, la primera potencia mediática de la historia, debe hacer frente a muchos desafíos a la vez, entre los que está el de aprender a existir en un mundo de interacciones comunicativas incesantes que ha entronizado el concepto de transparencia y ha transformado cualquier receptor en potencial emisor. La entrada de Benedicto XVI en Twitter sólo fue un gesto bienintencionado para simular que el anterior Papa es también un hombre de su tiempo. Se intuye que el nuevo líder de los católicos deberá ir mucho más allá, no tendrá bastante con sumarse a la moda gracias a los consejos de un asesor oportunista.
Juan Pablo II fue el gran Papa de los viajes y de la televisión, un hombre de acción y un actor idóneo para el último cuarto del siglo XX, el de la caída del comunismo, la finalización de la guerra fría, el pronóstico erróneo del fin de la historia y el aterrizaje en la nueva complejidad global. Incansable icono mundial, el Papa polaco recorrió todo el mundo varias veces y proyectó una Iglesia que jugaba al ataque y endurecía sus posiciones ante una sociedad cada vez más laica, después de una larga etapa de diálogo con la modernidad, surgida con el concilio Vaticano II. La llegada de Benedicto XVI nos devolvió la estampa de un Papa de despacho, encerrado en las estancias del Vaticano, leyendo, pensando y rezando, sin necesidad de representarse constantemente en los medios, tal como hacen –en cambio– los grandes políticos. Ratzinger no quiso imitar a su predecesor, al contrario: se replegó y dio más importancia a la política premediática que a la mediática, pero no pudo mantener esta actitud hasta el final. Los escándalos con implicación de religiosos le obligaron a bajar a una arena donde no se sentía nada cómodo, casi siempre a la defensiva. Las reglas implacables del mundo contemporáneo obligan a dar la cara ante las cámaras y de eso ya no se salvan ni papas ni reyes.
Creyentes muy preparados han escrito cosas sustanciales sobre los retos comunicativos (y los otros) de la Iglesia y no seré yo –un simple agnóstico que observa la fe con respeto– quien dé recetas en este terreno tan difícil. Pero no puedo privarme de consignar mi interés sobre la evidente colisión que se ha dado estos días entre los rituales y protocolos tradicionales y las necesidades de información de una audiencia planetaria. Las ruedas de prensa que han dado en Roma –hasta que les han dejado– los obispos de Estados Unidos bajo la batuta de la monja Mary Ann Walsh son la señal de una mutación imparable que supera la voluntad y los resortes de la curia. En el trasfondo, está la superposición de dos velocidades: la de una comunicación que fluye a cada segundo y la de unas decisiones que se toman a ritmo de las épocas anteriores a la máquina de vapor.
Con el amigo Francesc Romeu, cura y periodista de largo recorrido, hemos hablado a menudo de las semejanzas y diferencias a la hora de informar de gobiernos o partidos y de la Iglesia o los grupos religiosos más influyentes. Hoy, un dirigente político o religioso no puede confiarlo todo a la propaganda ni al silencio. Sin una gestión realista, coherente y eficiente de la información, su liderazgo se verá desfigurado, tarde o temprano. Es cierto que hay personajes que dan ruedas de prensa que son monólogos y que se dedican a huir cuando ven un grupo de periodistas. Pero este tipo de figuras representan el mundo que se hunde y que interesa cada vez menos. Tengo la esperanza de que pronto será una actitud general de todos los periodistas plantar a los políticos que no acepten preguntas, como hicieron los corresponsales en Nueva York con la ministra Mato. El descrédito de la democracia proviene también de comportamientos que no respetan las normas básicas de la relación entre electores y elegidos, donde la información veraz ocupa un lugar central.
La Iglesia católica es una máquina de hacer política global y su influencia no se debe despreciar, nos guste o no el mensaje que da en cada momento. La prueba de eso es la gran cobertura periodística de este cónclave, que hacen también medios poco sospechosos de simpatías clericales. Dicho esto, el nuevo papa Francisco ya no podrá seguir el modelo comunicativo de Benedicto XVI ni de Juan Pablo II, deberá inventarse un nuevo paradigma que vaya más allá del recelo y la propaganda, aun asumiendo el riesgo de introducir horizontalidad y flexibilidad en una mecánica vertical y rígida. Eso, como es evidente, abriría la puerta a realizar debates que, hasta ahora, han sido eludidos o apagados por Roma. Cuesta imaginar que el vínculo entre los creyentes y la jerarquía pueda prescindir, a partir de ahora, de las herramientas y canales comunicativos que todo el mundo tiene al alcance. Restaurar la confianza pasaría también por esta apuesta.