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Francesc-Marc Álvaro | Vella i nova Espanya
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08 abr 2013 Vella i nova Espanya

El llamado caso Nóos o caso Urdangarin ha conseguido hacer visible la lucha entre la vieja y la nueva España. Me explico: la vieja España está formada por los sectores dirigentes de Madrid y provincias que no han entendido que el cambio generacional, cultural, económico y tecnológico de los últimos veinte años desborda las premisas sobre las que se hizo la transición. En cambio, la nueva España está representada por aquellos ambientes que -entre las élites y la ciudadanía más informada- constatan que una sociedad democrática del siglo XXI tiene la necesidad de reconfigurar -superando tabúes- sus equilibrios de poder, para seguir siendo un sistema que represente, de veras, la voluntad popular.

Esta batalla entre la vieja y la nueva España tiene un terreno de juego especialmente delicado: la esfera judicial. No es casualidad. Por dos motivos: porque en este ámbito no se hizo -cuando tocaba- una reforma a conciencia desde arriba (extremo que sí se aplicó a las fuerzas armadas después del 23 de febrero de 1981) y porque jueces y fiscales son los que ocupan la cabina de control del Estado de derecho. El choque de intereses entre las élites que aspiraban a vivir en un mundo inmutable y los sectores más dinámicos de los poderes político y económico tiene por escenario la arena judicial, mientras la ciudadanía contempla el espectáculo con estupor y fatiga.

Hasta el año 1975, esta dialéctica acababa siempre en guerras civiles, pronunciamientos y golpes de Estado. Ahora no, afortunadamente. Sobre este esquema, tiene lugar otro conflicto: el choque de intereses y valores entre una parte importante de la sociedad catalana y los poderes del Estado español, que es una versión posmoderna de la lucha de clases y que no busca la revolución social sino la regeneración cívica e institucional, objetivo que también tiene una parte de la sociedad española que hoy puede encontrarse más o menos lejos del PP y del PSOE. La transformación del catalanismo en soberanismo es -en última instancia- un producto del fracaso histórico del regeneracionismo español. El paso del regionalismo al catalanismo político vino alimentado, a primeros del siglo XX, por lo mismo.

La vieja España, que hoy tiene muchas averías, entendió pronto que el autonomismo acuñado en 1978 consistía en dos cosas: dejar que las élites catalanas y vascas gestionaran un espacio de influencia limitado y crear un nuevo caciquismo bipartidista en las regiones que nunca habían pedido autonomía. La sentencia del TC sobre el Estatut y la falta de una financiación justa para Catalunya han roto el invento forjado con la transición. Y la crisis ha intensificado la obsolescencia del modelo. Ante este marco de crisis estructural, la nueva España ha tendido a hacerse el loco o se ha apuntado a las tesis de la vieja España. Hoy, algunos se dan cuenta del grave error.

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