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Francesc-Marc Álvaro | Thatcher no agradava als profes
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11 abr 2013 Thatcher no agradava als profes

Cuando yo era un adolescente que hacía BUP en el instituto, la mayoría de los líderes que salían por la tele eran duramente criticados -cuando no escarnecidos- por mis profesores de aquellos años y por mucha gente adulta a quien yo oía charlar de las cosas del mundo. A ver: Reagan era un cowboy malnacido e ignorante; Kohl no era de fiar, lo quería todo e iba a su rollo; y Thatcher era una bruja que quería robar a los pobres para dárselo a los ricos. A escala local, Pujol también encarnaba todos los males: era el típico botiguer vestido con la senyera, el que había impedido que las izquierdas gobernaran Catalunya, que era lo que estaba escrito en el guión ideal. Lo más interesante del caso es que los cuatro personajes que tanto odiaban mis profesores siempre ganaban las elecciones y lo hacían de manera espectacular. Los cuatro gobernaron muchos años y, de alguna manera, derrotaron por goleada las previsiones y burlas de aquellos que cada día me daban clase.

Lo que pasaba en mi instituto sólo reflejaba una actitud muy generalizada en los ambientes de la izquierda política y social: más que intentar comprender seriamente las razones profundas de los votantes que apoyaban a figuras como Reagan, Kohl, Thatcher o Pujol, los campeones del progresismo docente preferían alimentar la coña y el despropósito. A la vez, consideraban que las clases medias eran víctimas de la propaganda perversa de la derecha, millones de idiotas que se habían rendido al enemigo. Los votantes de Reagan, Kohl, Thatcher y Pujol sólo merecían el menosprecio más profundo por su parte. La cosa era tan fuerte y el resentimiento era tan denso que todavía recuerdo el comentario de una profesora que, cuando el Gobierno comunista de Polonia reprimía sin contemplaciones a los militantes del sindicato opositor Solidarnosc, exclamó: «Obreros arrodillados y rezando, todavía les cascan poco, ¡desgraciados!». Entonces me pareció una frase extraña, hoy me parece una posición indecente. Crecimos en un ambiente donde estas opiniones estaban legitimadas y eso ha ayudado a conformar nuestro presente, no menos que las políticas de Thatcher allí y las de González aquí. Decirlo es imprescindible para iluminar bien todos los errores de los que venimos, también los que nunca se mencionan.

De la quema, entonces, sólo se salvaban tres personajes: Mitterrand, González y Maragall. Más tarde, el referéndum sobre la OTAN rompió (en medio de reyertas sangrantes) el idilio del público con el líder del PSOE, mientras la aureola del presidente francés se fue apagando. Sólo quien fue gran alcalde de Barcelona conservó el atractivo entre la gente. Eso convirtió a España y Barcelona en islas de izquierdas en un panorama mundial donde los discursos de una derecha renovada pegaban fuerte. Dicho esto y para ser rigurosos, hay que subrayar que las políticas de Reagan y Thatcher no tenían nada que ver con lo que hacían Kohl y Pujol. Un socialcristiano comunitarista como el expresidente catalán nunca habría dicho, como hizo la premier británica, que la sociedad no existe y que sólo hay individuos y familias.

La crisis económica actual y la oleada de malestar que ha generado no nos pueden hacer olvidar que, desde los años ochenta, las izquierdas no supieron leer, en general, los motivos de la reconstrucción eficaz de la derecha, a veces con formato neoconservador, a veces con formatos menos rupturistas. Estos días, se ha hablado mucho de la viva contestación a Thatcher entre el mundo cultural inglés, pero se ha hablado menos de la enorme indigencia ideológica progresista que permitió la larga hegemonía de la Dama de Hierro. Una falta de ideas que fue letal para los laboristas y que duró hasta que Blair, haciendo bandera de la tercera vía de Giddens, consiguió dar el vuelco, con éxito, a conceptos que la doctrina conservadora había guardado en tarros de formol, como seguridad, familia, responsabilidad o patria. Antes, los forjadores del New Labour habían cambiado de actitud y habían estudiado al adversario sin los prejuicios y la superioridad moral que todo lo desenfoca. En cambio, algunos de mis profesores de BUP nunca superaron la fase del enfado primario contra Reagan, Thatcher y Pujol porque no dedicaron ni un minuto a entender de veras qué estaba pasando más allá de su círculo confortable de certezas. Al socialista Obiols le pasó exactamente lo mismo, cuando aspiraba a presidir la Generalitat.

Thatcher no caía simpática a los que nunca le votaron. Exactamente igual pasaba con Reagan, Kohl o Pujol. Esta circunstancia pone de relieve la distancia entre querer ganar las elecciones y tener un proyecto para la sociedad. Para construir una alternativa consistente es de sentido común que hay que analizar muy bien al contrincante y eso requiere, ante todo, respetarlo y respetar también a los que le otorgan su confianza. Y el respeto empieza por la empatía: ¿por qué votaban a Thatcher tantos ciudadanos del Reino Unido? Responderlo sinceramente exigía una autocrítica severa y ya sabemos que este ejercicio no prolifera. Todavía hoy hay quienes hablan de la primera ministra conservadora como se hace referencia a un accidente natural o un grano en el culo. Esta lección, que parece tan elemental en la alta política, es ignorada demasiado a menudo.

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