09 may 2013 El prestigi d’una idea
Hoy se celebra el día de Europa. Se conmemora el discurso de Robert Schuman que, en 1950, sirvió para poner en marcha el embrión de la actual Unión Europea, aquella Comunidad Europea del Carbón y del Acero que surgía para impulsar la recuperación económica en el Viejo Continente y coser las heridas de la Segunda Guerra Mundial. Por lo tanto, más que celebrar el día de Europa, hoy celebramos una idea de Europa que, antes de la crisis que vivimos en la zona euro, tenía más partidarios que detractores. En estos momentos, es evidente que el prestigio de esta idea está tocado. La política de austeridad sin tregua que proviene de Alemania ha generado desafección hacia este proyecto en los países del sur. Mientras, en los países del norte, la actitud de los políticos griegos, portugueses, italianos y españoles genera una dosis equivalente de desconfianza.
Por todas partes aparecen voces contrarias a la UE, no sólo en el Reino Unido, donde siempre ha habido una parroquia que ha visto las políticas de Bruselas como una intromisión inaceptable. En España, que por razones históricas llegó tarde al proyecto, la bandera antieuropea quedó, durante mucho tiempo, en manos minoritarias, a menudo marginales; ahora, en cambio, nuevos sectores se sienten seducidos con la posibilidad de salir de este club. En Catalunya, donde el europeísmo forma parte del corazón del nacionalismo, también han aparecido últimamente grupos y entornos que, por reacción ante la crisis, propugnan que nuestro país, a la hora de imaginar su mayoría de edad política, considere la po- sibilidad de quedar fuera de este proyecto. Me parece un grave error. Podemos estar en desacuerdo con las políticas concretas que imperan en este momento en Bruselas, pero eso no debería hacernos olvidar que -con todos sus defectos y carencias- la UE es nuestro marco de referencia y sólo podremos aspirar a transformarlo si trabajamos desde dentro.
Con todo, el problema principal no es tanto el rechazo a la UE como la debilidad de la conciencia europeísta entre los ciudadanos de los estados miembros. ¿Por qué ocurre? Aparte de los intereses contrapuestos, de los prejuicios que impregnan las percepciones y de las propagandas que atizan las suspicacias, debe de fallar algo. Es cierto que el fenómeno no es nuevo y que no se relaciona únicamente con el sentimiento de fatalismo y desazón que sienten millones de europeos hoy. En todo caso, una conciencia europeísta sin consistencia se solapa con el desprestigio acelerado de la idea de Europa y entonces se produce una especie de agujero negro político, que no hace más que ampliar las incertidumbres que provoca la tormenta económica.
Hasta hoy, hemos dado por hecho que Europa rehízo su política a partir de 1945 teniendo en cuenta el valor de la memoria. Alemania -a diferencia de Japón- se sometió a una serie de operaciones políticas, educativas y sociales que tenían como objetivo refundar los consensos colectivos a partir de valores totalmente opuestos a los que habían conducido el país a la tragedia. Con más o menos habilidad (y con más o menos sinceridad), todos los países de Europa occidental que se vieron atravesados por la Segunda Guerra Mundial tuvieron que partir de la memoria del trauma reciente para reconstruir sus sistemas políticos. Incluso Francia -con el régimen de Vichy y muchos silencios en el armario- se situó en esta línea. La política europea del último medio siglo es una construcción que no se explica sin el primado de la memoria. La misma UE no tendría sentido sin las guerras entre franceses y alemanes desde 1870. Pero estamos ante un cambio de rasante.
El auge de los populismos en varios países señala, de alguna manera, la ruptura grave de este primado de la memoria en la política europea. Porque la mayoría de populismos saquean de manera chapucera el pasado y, al hacerlo, lo desfiguran y ponen en crisis los delicados equilibrios alcanzados por unas sociedades que tienen en la Segunda Guerra Mundial y en la shoah el punto crítico de su identidad moral. Esta ruptura del primado de la memoria debilita todavía más la mucha o poca conciencia europeísta que pueda informar las culturas políticas del Viejo Continente.
España, precisamente por quedar al margen de la Segunda Guerra Mundial y de su desenlace, no ha hecho de la memoria del trauma un fundamento político. Como es sabido, la larga guerra fría que apuntala a Franco sirve para tapar los vínculos del régimen con la Alemania de Hitler y sus políticas genocidas, una realidad que documenta de manera excelente el libro El franquismo, cómplice del holocausto (Libros de Vanguardia), escrito con rigor y pasión por el compañero Eduardo Martín de Pozuelo. Después, con la transición, la apuesta por mirar hacia delante y conjurar el peligro de una nueva guerra civil es incompatible con el primado de la memoria y con cualquier proceso explícito de desfranquización. Eso explica, en parte, que haya políticos y periodistas que hoy utilicen los términos «nazi» y «nazismo» para insultar.
La Europa de Bruselas irrita a mucha gente, es cierto. Y cuesta defenderla en medio de los recortes. Pero yo todavía pienso que es una herramienta única de libertad, justicia, dignidad y bienestar. No podemos tirarla ni podemos dejarla en manos de según quien.