20 jun 2013 La desorientació
Cuesta mucho admitir que tu mal es sólo tuyo. A veces, necesitamos sentirnos acompañados en la desdicha. Lo digo a propósito de unas declaraciones de un socialista catalán que manda mucho, Antonio Balmón, alcalde de Cornellà, secretario de acción política del PSC y una figura incombustible. Para explicar los problemas internos de su partido, Balmón ha dicho: «Los socialistas estamos desorientados, como la sociedad». A mi modo de ver, estamos ante el típico error de considerar la parte por el todo. No sé si los socialistas están desorientados ni es este el asunto que me interesa tratar, pero me parece poco consistente concluir que la sociedad está desorientada. Un político tan listo y tan experimentado como Balmón podía haber afinado un poco más.
No, la sociedad no está desorientada. Claro está que generalizar siempre es arriesgado y yo no tengo la pretensión de tener la verdad absoluta. Las percepciones y las emociones van por barrios, a veces por calles. Si releemos las encuestas, podemos afirmar que la sociedad está enfadada con los políticos y los banqueros, y que muestra una gran desconfianza ante las instituciones. Si usamos el olfato, comprobamos que la sociedad también está fatigada de soportar la crisis y que el cansancio conduce a dos destinos: la irritación y el desánimo. Así, pues, tenemos una sociedad fastidiada, desconfiada, agotada, irritada y desanimada. Pero no desorientada, lo cual implicaría que no sabe qué quiere ni qué dirección tomar. Al contrario, la sociedad catalana se está definiendo de una manera extraordinaria como nunca en la historia reciente, y está exigiendo que nuestros líderes sociales y políticos estén a la altura y utilicen bien la brújula.
Dicho esto, es obvio que no todo el mundo piensa lo mismo ni quiere lo mismo para el país. La sociedad catalana es plural y el Parlament es una buena foto de ello. Al lado de una mayoría muy activa y articulada en torno al soberanismo, hay sectores que han intensificado su lealtad al proyecto español y sectores para los que, de momento, es indiferente o que viven alejados de este debate. También hay franjas importantes de indecisos que tienen criterios fluctuantes sobre lo que sería mejor para Catalunya. Pero ser indeciso no significa no tener dirección alguna en la cabeza, sino dudar entre dos, tres o más direcciones. Los que son autonomistas los lunes y los jueves, federalistas los domingos, y soberanistas los martes, los miércoles y los viernes no viven en la desorientación, sino en la interrogación y la duda de quien intenta entender qué está pasando. Conozco a muchos que viven en esta desazón.
Saberse orientar es elemental para sobrevivir, en la selva y en la polis. Quien no se orienta, acaba perdido. Los desorientados acostumbran a ser erráticos. Ejemplos, en política española, hay de muy lucidos: Zapatero se perdió en su bucle porque se vio obligado a cambiar sus políticas de un día para otro y Rajoy parece sufrir el mismo mal cuando le toca reescribir sus compromisos electorales más emblemáticos, empezando por la bajada de impuestos. Pero, a pesar de todo, me parece que, en las Españas, los votantes socialistas y populares no están desorientados. Quizás están decepcionados y algunos han entrado en la pasividad de quien va incubando un abstencionista, pero eso no tiene nada que ver con la desorientación. El crecimiento que las encuestas dan a partidos como IU y UPyD demuestra que algunas direcciones, antes tenidas por minoritarias, se refuerzan de manera espectacular en estos momentos de desazón y fractura de las expectativas. Las grandes calles políticas del medio se estrechan y los atajos, en cambio, están cada vez más concurridos. En Catalunya, pasa lo mismo, de manera todavía más ostensible.
Seamos autocríticos, resulta higiénico. Quizás la desorientación principal proviene de los glosadores del momento y de los medios, de todos los que tenemos el dudoso honor de ejercer de narradores y prescriptores en una realidad que, a menudo, va muy por delante de todas nuestras previsiones y conjeturas. La velocidad de los acontecimientos deshace nuestras teorías como un azúcar en el café y, entonces, nos quedamos solos bajo el chubasco y con cara de circunstancias, como aquel que ha corrido en balde para coger el bus. Esta aceleración de las acciones y las palabras debería hacernos humildes en el juicio y prudentes en las previsiones, pero nos puede más la aventura de construir maquetas de la realidad que evoquen algún paisaje vagamente conocido.
Nuestra escritura quiere dominar una contingencia que es tan rabiosa que descoloca, incluso, a los que aparecen como conductores de gobiernos y empresas. En este cuadro de estupores, y ante la modestia forzosa del periodismo, los economistas son los grandes suministradores de exorcismos en abundancia. Nunca están desorientados, un mérito que les envidian el resto de científicos sociales y también nosotros, pobres cronistas.
La sociedad catalana no está desorientada y -me parece- la sociedad española tampoco. Repito: reina una fatiga espesa y la necesidad de decir adiós a ciertas cosas. Hoy, mucha gente sabe muy bien lo que no quiere y eso acaba generando dinámicas nuevas, que deberán ser constructivas tarde o temprano. Las brújulas funcionan ahora mejor que nunca.