05 sep 2013 Lliçons de King
Siempre me ha interesado el movimiento de los derechos civiles en EE.UU., por tres motivos: el objetivo que perseguía, su estrategia y metodología, y el impacto que ha tenido y tiene en otros movimientos sociales y políticos posteriores. Hace poco, se conmemoraba el quincuagésimo aniversario de la Marcha sobre Washington, la manifestación más importante de los negros estadounidenses, un acto donde Martin Luther King consiguió sintetizar los anhelos de mucha gente con la famosa frase «Tengo un sueño…». Más allá de la emoción épica de aquellas palabras y más allá también de la capacidad del movimiento afroamericano para transformar la política en el corazón de la primera potencia mundial, están las lecciones que representa el liderazgo de King y la labor de miles de activistas de una causa que, en medio de las prioridades de la guerra fría, parecía destinada a estrellarse contra unas estructuras inalterables y unos intereses fortísimos.
La primera lección de King es su astucia a la hora de encontrar el punto débil del sistema que mantenía a millones de ciudadanos en una situación de opresión y segregación permanente dentro de una República que se presentaba al mundo como el gran escaparate de la democracia. La clave fue la denuncia de las leyes injustas que se aplicaban con total normalidad, sobre todo en los estados del sur. Recordar lo injusto convertido en habitual fue el primer mérito del teólogo que dirigía el movimiento. En la Carta desde la prisión de Birmingham -uno de los textos políticos más importantes de King-, invoca a san Agustín para argumentar que una ley injusta no es ley y que «se tiene la responsabilidad moral de desobedecer normas injustas». Sostiene que las leyes segregacionistas están «moralmente equivocadas» y remarca -de la mano del filósofo judío Martin Buber- que estas leyes transforman a las personas en cosas, como pasaba de manera también «legal» con la esclavitud, hasta la abolición promovida por el presidente Lincoln al final de la guerra civil. La fundamentación ética de aquella causa política da una fuerza extraordinaria a sus militantes.
La segunda lección de King es el método de la desobediencia civil y la no violencia, de una manera imaginativa y audaz, y teniendo muy en cuenta el papel de los medios, sobre todo la televisión, un factor que fue determinante a la hora de conseguir resonancia internacional y adhesiones entre los blancos más informados y las élites políticas, económicas y culturales que influían en las grandes ciudades del norte y la capital federal. Las imágenes de la brutalidad represiva de las fuerzas policiales de los estados del sur contra las manifestaciones de los afroamericanos sensibilizaron la opinión pública y aceleraron las decisiones de los legisladores y de la Casa Blanca. Los gobernadores racistas no eran conscientes de este cambio cultural y eso los sorprendió. Con todo, hay que recordar que, en un momento determinado, a la violencia ejercida por las autoridades segregacionistas estatales se opone la violencia legítima del poder federal, que aparece para hacer cumplir sentencias y normas nuevas contra la discriminación. Primero Kennedy y después Johnson no tienen otra opción que plantar cara a la reacción con los fusiles. Es cuando vemos, por ejemplo, tropas del ejército y agentes del FBI escoltando a estudiantes negros.
La tercera lección de King es saber entender y potenciar el papel de las masas y de la calle en una lucha que había dejado de ser la rutina irrelevante de unas minorías negras y desunidas que se dedicaban a litigar de manera improductiva durante décadas. El movimiento dio un salto histórico porque contó con un gran líder pero triunfó porque alcanzó una magnitud sin precedentes. Unos años antes, el coraje de personas como Rosa Parks (que fue la primera que se negó a ceder el asiento del bus a un blanco) había puesto la semilla de esta movilización tan bien cohesionada. El reformismo del presidente Kennedy no habría ido tan lejos si King y el movimiento no hubieran mantenido la presión durante meses y meses en muchas ciudades. Por cierto, el famoso pastor baptista no se ahorraba las críticas a los blancos moderados, entre los cuales incluía al presidente, a quienes acusaba de anteponer el orden a la justicia. A mediados de 1963, la perspectiva de guerras raciales en todo el sur más el interés que tenía en esta cuestión Robert Kennedy, fiscal general, hizo que la Casa Blanca decidiera pedir al Congreso una ley ambiciosa de derechos civiles. Finalmente, King reconoció que las propuestas del presidente «llevarían a la nación a un gran avance hacia la realización de los ideales de libertad y justicia para todos». Por primera vez, la política hecha desde abajo conseguía forjar un nuevo marco legal en beneficio de los sectores más desfavorecidos, con todo lo que representaba la incorporación de muchos votantes negros.
La cuarta y última lección de King es la combinación afinada de idealismo y de pragmatismo, de coraje y de inteligencia. El doctor King asumió el conflicto con determinación pero, a diferencia de Malcolm X, no creía en la lucha armada. Sabía que la causa de los afroamericanos sólo tendría una oportunidad si era inclusiva y no era percibida como una venganza contra la América blanca. Supo interpretar el momento sin miedo.