11 sep 2014 No és el passat, és el futur
Hoy se cumplen trescientos años que la ciudad de Barcelona cayó ante las tropas borbónicas. Pero no quiero hablar mucho de la historia sino del presente. El final de la guerra de Sucesión y la llegada al trono de Felipe V representó el momento cero de la creación de una España uniforme, centralizada y monolingüe en manos del poder castellano. La cultura política de la imposición triunfó sobre la del pacto y el respeto a la diferencia. Han pasado tres siglos y, a pesar de haber recorrido (con dolor, violencia y tiranía) el camino que va de la monarquía absoluta al Estado democrático, Madrid continúa fiel a aquella concepción y manera de hacer basada en el más reaccionario ordeno y mando.
La realidad -feliz realidad- es que el mundo avanza y, a principios del siglo XXI, es difícil que las sociedades desarrolladas acepten vivir bajo unas reglas que no permiten que la gente exprese lo que quiere. La gran manifestación en forma de V que hoy se hará en la capital catalana es un grito pacífico al mundo: somos una comunidad nacional y queremos votar nuestro futuro. Como harán pronto los escoceses, gracias a un acuerdo con el Gobierno británico, un método civilizado que se inscribe en la misma cultura pactista que fue extirpada aquí por la fuerza de las armas a primeros del XVIII. Aquel proyecto hispánico no pretendía seducir a los catalanes, les veía como una propiedad y una anomalía, como ocurre en este momento. Ahora, sin embargo, el gran argumento para despreciar la demanda de los catalanes es la Constitución de 1978. Un texto que, como es sabido, la minoría nacional catalana no podría modificar nunca porque eso depende estructuralmente de los dos grandes partidos españoles, nacionalistas sin necesidad de llamarse así. He ahí el mecanismo perverso del marco que se nos presenta como intocable.
La mayoría de personas que hoy estaremos en la V no piensa mucho en la historia. En este sentido, pueden estar tranquilos los que repiten que el soberanismo es un movimiento romántico, nostálgico, irracional e irredento, como de manera errónea lo califica mi buen amigo Puigverd; el único irredentismo que yo veo cerca es el de los gobiernos españoles exigiendo el retorno de Gibraltar. Puedo afirmar -por lo que vivo, veo y escucho- que el motor clave de la gran mayoría movilizada en Catalunya es el futuro y no el pasado. Lo que anima la participación es la reflexión sobre el mundo que dejaremos a nuestros hijos y nietos más que las piedras del Born o los huesos que hay en el Fossar de las Moreres. El objetivo no es restaurar unos fueros de un tiempo superado sino construir un país más democrático y más justo donde los catalanes dejemos de vivir bajo sospecha permanente como españoles de segunda a efectos económicos, culturales y políticos. Un país que tenga más poder en un mundo donde las soberanías se transforman pero no desaparecen.
Tienen razón los que dicen que esta empresa presenta muchas incertidumbres, pero se puede decir lo mismo de la continuidad de Catalunya en una España oficial que niega que exista más de una nación, que hace leyes para españolizar a los escolares, que ahoga fiscalmente el progreso y el crecimiento de una sociedad, que insulta y desprecia cada día a una parte considerable de los que sostienen el Estado. Sinceramente, yo no quiero eso para mis hijos ni para mis nietos y prefiero asumir los riesgos de una transición excepcional que tener que continuar por un camino que nos aboca al victimismo permanente o a la residualización folklórica. Al fin y al cabo, estoy seguro de que -por muchas dificultades que haya- no lo pasaremos peor que mis padres en la España de posguerra, dominada por el hambre, el miedo, la miseria, el analfabetismo y el palo. No desprecio los instrumentos de coerción de Madrid, sólo subrayo que venimos de donde venimos y que eso debería darnos más confianza.
José Luis Villacañas Berlanga ha escrito Historia del poder político en España (RBA), un potente ensayo que da claves muy atractivas sobre como nos hemos relacionado, vivido y matado en este rincón de mundo. En 1714, después de la victoria de Berwick, los ocupantes de Catalunya tenían claro su objetivo: «La militarización fue vista -escribe Villacañas- como el mejor remedio médico contra ‘las esperanzas malignas de estos naturales’ de recuperar sus libertades, como decían los defensores de esta política. No es un azar este lenguaje, que recordaba el tratamiento de los cristianos nuevos, también ellos enfermos de una sangre mala. Castelrodrigo, el capitán general, propuso al rey una ceremonia pública, con motivo de la introducción de la nueva Audiencia, en la que se quemaran los libros de las constituciones catalanas. La finalidad era que ‘no quede memoria de ellos’. La propuesta en verdad se parecía a un auto de fe». Así fue como, a partir de aquel momento, los catalanes nos convertimos en herejes a ojos del nuevo rey español y de sus funcionarios. Hoy, cuando oigo algunos políticos y periodistas de Madrid, es evidente que esta mentalidad inquisitorial persiste y que, en vez de generar adhesiones a un proyecto español, se ha convertido en fábrica de independentistas.
Mucha gente saldrá a la calle hoy, un año más, para reiterar que quiere votar. Hay quien piensa que eso se podrá detener. Se equivocan.