22 ene 2015 La pressa dels enterradors
El movimiento soberanista ha tenido, desde el 2012, un lema que yo siempre he criticado -«Tenim pressa»- y que, a mi parecer, ha sido un estorbo. Ahora, extrañamente, los que tienen prisa son otros, justamente algunos de los que están en contra de la independencia de Catalunya, ya sean autonomistas, federalistas, regionalistas o centralistas clásicos. Y la prisa que tiene esta gente es de cariz funerario: se quiere enterrar con urgencia este movimiento democrático, con gran gesticulación y palabras grandilocuentes, y el típico «yo ya lo decía» que sirve para decorar las piezas más sentidas. Pero hay un problema: se han precipitado a la hora de componer sus alegres necrológicas, porque el proceso de desconexión de España no está muerto y continúa, con -perdonen la autocita- la mala salud de hierro que ha tenido siempre, como explicaba un servidor el lunes en este periódico.
La prisa de los enterradores unionistas me hace sonreír, sobre todo porque pensaba que el wishful thinking era algo exclusivo del periodismo y del pensamiento soberanistas, como se dice y se repite desde las tribunas que abogan para que los catalanes dejemos dócilmente en manos de otros nuestro futuro. Es interesante comprobar como las mentes más preclaras y juiciosas del dependentismo han convertido su legítimo deseo en diagnóstico, con una rotundidad que la modesta realidad -el acuerdo de Mas y Junqueras- ha desmentido inmediatamente. Nunca tantos escritos eufóricos de una supuesta victoria habían caducado tan rápidamente. Entre las ganas de matar el proceso y las ganas de hacer desaparecer a Mas de la escena política, algunos analistas pierden los papeles y se entregan al más pintoresco periodismo-ficción. Muchos deberían imitar el talante tranquilo de Fernando Ónega, a quien la defensa de la unidad española no quita ni una brizna de inteligencia al escribir que «el 27 de septiembre podremos acostarnos con España rota y Catalunya divorciada, o con una vacuna de urnas contra la enfermedad de la secesión». El veterano cronista tampoco tiene ningún problema en admitir que su previsión inicial era errónea: «Sinceramente: este escribidor pensaba que el proceso catalán era una burbuja que se desinflaba». Hay que aplaudir a quien, sin ser catalán ni soberanista, es honesto para levantar acta de lo que está pasando, rehuyendo la desfiguración caricaturesca.
¿Por qué hay tanta prisa por narrar la muerte del proceso? Porque todavía hay quien piensa que con esta literatura podrá influir en el estado de ánimo de una parte de aquellos que, desde hace dos o tres años, han abrazado el proyecto de un Estado catalán independiente. Esta es una batalla que se juega en el terreno político, económico y legal pero también en el de las percepciones que proyectan los medios. Si el mundo soberanista ha vivido unas semanas de desfibramiento, fatiga, incertidumbre y enfado por las negociaciones entre convergentes y republicanos, hay quien cree que sólo haría falta decir y repetir que el cuento se ha acabado para intentar que, efectivamente, el movimiento pierda gas y apoyos, y así se convierta en real lo que ahora es sólo una consigna. Pero el cuento de hadas soberanista -para decirlo con la misma terminología de los opinadores alineados con los poderes formales y fácticos del Estado- todavía se está escribiendo, a pesar del caso Pujol, la moda Podemos y los problemas europeos como la amenaza yihadista. Cualquier causa convive con mil y un asuntos.
Por otra parte, esta peculiar prisa de los enterradores sirve para mostrarnos sin querer el fracaso que los defensores de una Catalunya dentro de España han tenido y tienen a la hora de componer y comunicar un relato alternativo a la independencia. La retórica sólo les sirve para ir a la contra, no les funciona cuando han de proponer un objetivo que pueda seducir a los que desean vivir como lo hacen los portugueses, los daneses o los austriacos, ni más ni menos. Entre la glosa de los desastres de la independencia y las apelaciones huecas a un encaje imposible, estos enterradores nos recuerdan que -paren máquinas- el proceso es también una lucha de poder. ¿La masa soberanista es tan ingenua que no se había percatado de ello, verdad? Cualquier participante en la Via Catalana y en la V sabe que el proceso soberanista es, por encima de todo, un deseo de repartir el poder de manera más justa -empoderamiento de una clase media empobrecida- y más horizontal. Lo cual no excluye la pugna por el poder entre los partidos, como es notorio.
Soy consciente -lo tengo escrito hace meses- de las debilidades del proyecto soberanista, y por eso no dejo que mi opinión favorable a la independencia tape la visión de conjunto del cuadro, dinámico y con elementos no siempre estimulantes. Ahora bien, constato que, en el campo de opinión unionista, falla a menudo el principio de realidad: muchos no han asumido -no quieren- que este movimiento de cambio responde a una determinación social muy amplia y que no se desmonta de un día para otro fácilmente, porque ha crecido desde abajo y al margen de los intereses de las cúpulas partidarias y sus dirigentes, superados por un clamor popular. La prisa por anunciar la muerte del proceso también acaba siendo una especie de rabieta de los que se sienten desmentidos por la historia.