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Francesc-Marc Álvaro | Vostè és vostè?
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12 mar 2015 Vostè és vostè?

El otro día, estaba en el andén de la estación de Renfe de Paseo de Gràcia-Aragó esperando el tren para volver a casa y un hombre que debía pasar de la sesentena –que me miraba con curiosidad- se detuvo ante mí y me preguntó “¿usted es usted?” Nunca me habían hecho esta pregunta. ¿En estos casos, la pregunta acostumbra a ser “¿es usted Francesc-Marc Álvaro?” o “¿usted escribe en La Vanguardia, verdad?” Si alguien te pregunta si tú eres tú, y no añade nada más, el asunto exige una respuesta al mismo nivel. Entonces, no tuve más remedio que responderle con total sinceridad: “Eso va a ratos y según cómo; depende mucho del día que sea yo o que no lo sea”. No sé si el hombre quedó muy satisfecho –quizás me tomó por tonto- pero no alargamos la conversación y él siguió andando, aunque antes me miró con unos ojos que transmitían una extraña mezcla de fatiga, sabiduría y conmiseración. No era una mirada ni amistosa ni hostil, me observaba como quien echa un vistazo a un bicho inmóvil en una vitrina. Más allá, la pregunta que me hizo aquel desconocido sería un buen comienzo de novela o de película porque apunta al corazón de nuestra época, un periodo en que la identidad se ha convertido en una cuestión central del arte, del pensamiento y de la política.

¿Usted es usted? ¿Yo soy yo? ¿Usted, querido lector, es usted? Unos días antes de este breve diálogo con alguien de quien no sé ni el nombre, asistí a una de las funciones de L’art de la comèdia, en el TNC, montaje afinadísimo de la obra de Eduardo de Filippo que dirige (y también interpreta con su reconocida solvencia) Lluís Homar. La obra –que recomiendo intensamente si ustedes sienten interés por el gran teatro- plantea de manera muy atractiva el viejo asunto de la distancia entre lo que somos y lo que parecemos, la tensión entre la verdad de las cosas y la representación que hacemos de ellas, no siempre consciente. Una de las ideas que sobrevuela la historia que se nos ofrece en el escenario es que, a menudo, nuestra actuación no depende de lo que somos o no somos sino del grado de verdad (de realidad, sería más exacto decir) que otorgamos “a los otros”. No es sólo el juego metateatral de la verosimilitud, sino el gran riesgo de todo individuo que quiera emanciparse y alcanzar una vida buena, para decirlo como los antiguos: qué grado de verdad estamos dispuestos a asumir. Ya lo sé: están pensando en Matrix, quizás también en La vida se sueño. El mérito de De Filippo, sin embargo, es que no necesita hablar de ninguna tiranía futura ni de hombres encadenados. Es en la más estricta y rutinaria “normalidad” donde nos ataca la duda fundamental. No somos héroes –nos viene a decir De Filippo- sólo somos supervivientes.

Habría podido responder eso a mi inesperado interrogador: soy un superviviente, como todos ustedes. O utilizar una frase de Joan Fuster, irrefutable: soy un aspirante a cadáver. Todos los humanos somos aspirantes a cadáveres, incluso Eduard Punset, que expresó dudas sobre la muerte como fenómeno sin excepciones. El superviviente tiene una identidad fuerte. Si sobrevivimos a la actual crisis, habremos ganado. Arthur Miller explica que, cuando tenía 14 años, durante la época de la Gran Depresión que provocó el Crack de 1929, tenía un trabajillo de repartidor de pan y no aspiraba a nada mejor, porque el paro era enorme y los pocos anuncios de empleo que publicaba The New York Times especificaban que los candidatos debían ser “blancos” y “cristianos”. Un adolescente judío quedaba fuera de la lista. La identidad también se forma a partir de la exclusión. “¿Quién no es usted?” sería también una buena pregunta. Y la lista de lo que no soy es tan o más importante que la de lo que –más o menos- soy. Por ejemplo, no soy portavoz de las empresas del Ibex35, ni politólogo, ni abogado del Estado, ni hijo de ningún prócer de la patria. Tampoco soy amante de la pesca, ni fumador, ni partidario de la música ambiental. Infinitas posibilidades de no ser conforman nuestra identidad. Soy todo lo que no soy.

Ahora bien, supongo que yo también debo ser las otras vidas que habría podido vivir y que, de vez en cuando, se hacen presentes, como el recordatorio de un extraño que llevo dentro. El extraño que nos llama desde el fondo de la memoria extrema de lo que no hemos vivido, que es la más fiel de todas las memorias. Me pasó en una reciente visita al monasterio de Montserrat, mientras servidor y unos amigos comíamos en silencio con los monjes, gracias a la amable invitación del padre Bausset y a los buenos oficios del incansable y generoso amigo Carlos Tejedor. ¿Por qué no soy yo uno de ellos? ¿Quién sería yo si hubiera escogido esta opción de vida? ¿Qué hábito llevamos los que no llevamos hábito? La luz de Montserrat, huidiza y avara, también hace la pregunta: ¿Usted es usted?

Miquel Tresserras, uno de mis maestros de vida y el primer decano de la Facultat de Comunicació i Relacions Internacionals Blanquerna, recibió el martes el Premi Extraordinari de Comunicació que otorga este centro. A él debo la mejor respuesta a la pregunta que he ido repitiendo aquí: “Soy alguien de frontera”. Ser fronterizo quiere decir ser varias cosas a la vez, y también no acabar de ser nada del todo. No encontrar nunca el lugar perfecto. Perseguir la sombra de uno mismo.

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