23 abr 2015 Un intrús en la tragèdia
Los hechos dramáticos que sucedieron el lunes por la mañana en el IES Joan Fuster de Barcelona han generado, otra vez, un debate muy intenso sobre lo que debe hacer el periodismo ante acontecimientos violentos, dolorosos y en los cuales –además- hay participación y/o presencia de menores. Se han producido algunas reacciones que merecen reflexión, como que los estudiantes de bachillerato hayan formado una cadena humana para alejar al máximo las cámaras del lugar de la noticia y permitir así la entrada de los chicos más pequeños sin la mirada de los medios. Una pancarta advertía que alumnos y profesores no querían cámaras, y los ventanales del edificio fueron tapados para evitar que alguien grabara, desde fuera, imágenes de las clases. Asimismo, los padres también han expresado su malestar por determinados tratamientos. Al igual que pasó a raíz del avión estrellado de Germanwings, los límites entre el derecho a la información y el derecho a la intimidad cada uno los interpreta a su manera y, entonces, el periodista acaba siendo un intruso en la tragedia. Protagonistas y testigos de hechos terribles se sienten desprotegidos cuando los periodistas llegan y empiezan a moverse para averiguar qué ha pasado.
Los excesos de algunos, los errores de otros y las rutinas profesionales de todos provocan la sensación de que el periodismo –cuando huele la sangre y el sufrimiento- tiende a desplegar un acoso sobre los que tienen alguna relación con la tragedia. No es sólo un problema de los medios sensacionalistas, las quejas interpelan a todas las empresas que fabrican la actualidad y a todos los que intervenimos en ellas. ¿Qué falla? Quizás falla el respeto, que es la forma de mirar que no olvida que el otro es un sujeto como nosotros, no un objeto. Lo ha explicado muy bien Byung-Chul Han: “En el contacto respetuoso con los otros, nos guardamos del mirar curioso. El respeto presupone una mirada distanciada, un pathos de la distancia. Hoy esa actitud deja paso a una mirada sin distancias, que es típica del espectáculo”. Por eso hablamos del espectáculo del dolor como de una disfunción de los medios. El periodismo debe explicar el acontecimiento y, cuando hace falta, debe mostrar aquello que permite comprender la novedad en toda su magnitud, pero no todo lo que se puede mostrar aporta información relevante ni todo lo que se puede mostrar debe ser enseñado. Toda víctima merece el máximo respeto y es en este punto donde el mandato implícito que la sociedad hace al periodismo puede mejorar.
Las cosas serían relativamente sencillas si viviéramos en un mundo donde los únicos emisores fueran los periodistas, como pasaba unos años atrás. Hoy, sin embargo, todo el mundo es receptor y también potencial emisor. Albert Sáez, en el muy recomendable El periodisme després de Twitter, propone una analogía estimulante para describir esta mutación histórica: “La tecnología digital ha provocado unos efectos en el periodismo similares a los de la imprenta en la religión católica. La posibilidad de leer directamente la Biblia por parte de los feligreses eliminó el monopolio de la Iglesia como institución en la función de mediación con la divinidad”. El colega y amigo Sáez defiende el papel del periodista como intérprete y narrador cualificado, ahora más obligado que nunca a la excelencia, para no desaparecer dentro del ruido de las redes sociales: “el público ha encontrado una alternativa al monopolio de los medios y muy a menudo –como pasó con la religión-, más que abrazar la nueva fe con entusiasmo, ha huido asqueado de las disfunciones de unas instituciones que en muchos casos habían perdido –o cuando menos olvidado- el sentido primigenio de su existencia”. La conclusión no es, a pesar de todo, pesimista: “el cambio de actitud en el consumo de la información por parte del público obliga necesariamente a repensar la misión de los periodistas –como el protestantismo transformó la de los sacerdotes- y de los medios de comunicación, como Lutero exigió en el caso de las iglesias”. Cuando todo el mundo puede escribir tuits explicando lo que ve, el periodista debe cometer menos errores y tiene que afinar en su autorregulación. El periodismo tendrá futuro si se distingue del ruido. Y eso incluye el respeto, un concepto que brilla por su ausencia en las redes.
Dicho esto, resulta desconcertante que la misma sociedad que exige –con razón- que el periodismo no viole la intimidad de los que sufren una tragedia haya aceptado que todo el mundo –y sobre todo nuestros hijos- ponga su vida privada en el escaparate de Facebook, Instagram, Twitter y otras redes sin manías. Esta actitud no se detiene ante situaciones extremas, por lo cual nos encontramos con la paradoja de que los protagonistas y testigos de una noticia violenta difunden, muy a menudo, materiales sensibles que, en cambio, los periodistas rechazan o han de tratar con pinzas. El periodista, en su condición de mediador cualificado, debe observar una responsabilidad que los individuos concernidos por los hechos no imitan, ni ante terceros ni con respecto a su propia vida. He ahí un cortocircuito que nos dice que los jóvenes (y muchos adultos) no son conscientes todavía de que hemos decidido construir un mundo radicalmente nuevo, con paredes de cristal y focos permanentes.