04 jun 2015 Una pregunta i un malentès
Hay quien tiende a confundir los principios y los métodos. No son lo mismo. Unió tiene, desde su fundación en 1931, algunos principios que -como es sabido- costaron caro a sus dirigentes y militantes, enfrentados con coraje a todos los totalitarismos, el de las patrullas de la FAI y el de los franquistas que ganaron la guerra civil. Uno de estos principios -escaso en los años treinta y cuarenta del siglo XX- era y es la fidelidad a la democracia y el respeto escrupuloso a la voluntad de la ciudadanía, factor que mantuvo a los democristianos siempre al lado de la República, incluso cuando las autoridades se olvidaron de protegerlos del fanatismo criminal de los iluminados. Carrasco i Formiguera fue ejecutado por Franco por demócrata y catalanista y, antes, había sido amenazado, en Barcelona, por ser católico y moderado. La Unió de aquella época era un partido que se adelantaba a su tiempo: quería superar el choque de clases y la polarización doctrinal con políticas sociales ambiciosas, pactismo y una agenda reformista que molestaba por igual a reaccionarios y revolucionarios.
A partir de 1975 y la transición, Unió se vio desbordada por un nuevo paisaje social y cultural donde la democracia cristiana no era, en las Españas, una categoría conocida ni esperada por la gran mayoría de ciudadanos. El acuerdo con CDC -desde 1979- vinculó la suerte de las históricas siglas a un partido mayor y al liderazgo fuerte de Pujol. La coalición entre convergentes y democristianos articuló un espacio central y centrista que ofrecía una formulación nueva del nacionalismo catalán que rompía con los discursos típicos del catalanismo histórico de derecha y de izquierda, de la Lliga y de aquella ERC de Macià y Companys. CDC insufló nueva vida a una marca que tenía más prestigio que vigor y Unió ayudó a Pujol a alcanzar una homologación internacional imprescindible. Do ut des. Todo eso fue construido con el cemento de algunos métodos que dieron votos, influencia y poder institucional a CiU. El principal de esos métodos fue la ambigüedad.
La ambigüedad no ha sido un principio de CiU sino uno de sus métodos esenciales para ganar elecciones y conservar un espacio político. La ambigüedad, en ella misma, no es ni buena ni mala. Depende de las estrategias y del aprovechamiento de las oportunidades. El papel desarrollado durante más de dos décadas por CiU Catalunya endins y Catalunya enfora necesitaba esta ambigüedad y nadie lo encontraba extraño. En 1996, a raíz del pacto del Majestic entre Aznar y Pujol, el secreto de la ambigüedad de CiU empezó a perder eficacia y atractivo. Los votantes de CiU digirieron de peor manera los acuerdos con los populares que con los socialistas.
El cambio de paradigma que se produce en la política catalana a partir de 2010 con la sentencia del TC sobre el Estatut trastoca algunas constantes que parecían inmutables. La ambigüedad táctica de CiU -erosionada a partir de la mayoría absoluta del PP de 2000- salta por los aires porque iba ligada al gradualismo posibilista que consideraba el poder no como un asunto de soberanía sino como un combate cíclico para conseguir competencias y recursos. Eso deja de funcionar cuando la derecha española -sin réplica del PSOE- impulsa una recentralización que se pretende definitiva. Los poderes del Estado no quieren ser flexibles y, entonces, la ambigüedad de CiU se convierte en una herramienta oxidada.
Mas y CDC han apostado por pasar del nacionalismo gradualista al soberanismo independentista. Un viaje rápido. La primera formulación oficial en este sentido se concretó en el congreso que los convergentes celebraron en Reus en marzo de 2012. Aquel día se rompió un tabú y se enterró una parte importante del pujolismo. Mientras, el partido pequeño de la federación, Unió, aceptó el concepto «derecho a decidir» y aplazó el debate sobre la secesión. A fecha de hoy, esta discusión ha llegado a la recta final. La pregunta a la militancia sobre este asunto que el martes por la noche aprobó la cúpula democristiana es tan retorcida que pone en evidencia el terrible malentendido de parte de los dirigentes del partido: pensaban que podrían eludir el conflicto asociando la apuesta por un autonomismo liquidado a una ambigüedad intraducible. En la medida que nada parecido a la tercera vía ha hecho aparición, el criterio de Duran y Espadaler no tiene nada que ver con la complejidad y sólo señala una impotencia histórica.
Todo esto responde a legítimas lógicas partidistas unidas a un marco superado. Así las cosas, hablar del futuro de las relaciones entre Unió y CDC a la manera como lo hemos hecho durante años es un error porque -como parece que ha intuido el president Mas- los comicios del 27-S van de otra cosa. La fuerza del soberanismo no radica exactamente en las marcas políticas (todas provisionales) sino en la claridad de los mensajes y la credibilidad de los líderes. Entre los que quieren que el proceso salga adelante hay personas de muchas sensibilidades, incluidos democristianos que no harán caso de lo que diga el dirigente de turno, al igual que hay ecosocialistas y socialistas que no esperan el permiso de nadie. Seamos realistas y adultos: pase lo que pase después del 27 de septiembre, Unió y CDC -y el resto de partidos del país- deberán reinventarse.