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Francesc-Marc Álvaro | Piular en democràcia
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09 jul 2015 Piular en democràcia

Las redes sociales permiten que todo el mundo pueda hacer correr sus opiniones. Es una evidencia que opinar ha dejado de ser un privilegio de entornos políticos, periodísticos e intelectuales dotados de tribunas, como pasaba no hace mucho. Twitter se ha convertido en una herramienta magnífica para informar y para opinar, para informarse y para tener acceso a ideas varias. Pero en Twitter, como en la mayoría de redes sociales, las informaciones contrastadas y las opiniones bien argumentadas nos llegan junto a todo tipo de ruido, incluidos mensajes banales, triviales, desinformadores, tóxicos o claramente destructivos. Opinar en Twitter es hacerlo al lado de muchos materiales que tienen poco que ver con el ideal de una sociedad que amplifica y amplía el diálogo democrático de manera ­infinita.

A raíz de unos tuits lamentables de Guillermo Zapata escritos antes de que fuera escogido concejal del Ayuntamiento de Madrid, se ha vuelto a hablar intensamente sobre los usos que hacemos de las redes sociales. Cualquier político y cualquier personaje público tiene un pasado y nadie está libre de haber dicho estupideces en algún momento de la vida, todos podemos meter la pata, con o sin intención de hacer humor. Lo que ahora se busca en las cuentas de Twitter como munición en la pugna partidista ya se buscaba antes en las hemerotecas y en los archivos de radio y de televisión. Sólo cambia el envase del mensaje y la cantidad de palabras que circulan a nuestro alrededor. Más grave que el caso Zapata es la perfecta impunidad de que disfrutan algunos políticos que no son precisamente noveles y que se dedican a decir frases delictivas, a veces en Twitter y a veces en medios convencionales. Hay ministros, presidentes de comunidades y altos cargos de los dos grande partidos españoles que han soltado expresiones que podrían haber merecido la atención del fiscal general. Recuerden -por ejemplo- que en programas nocturnos de ciertas televisiones es habitual calificar de nazis y de etarras a los que piensan de una manera diferente.

La difusión de opiniones de un político en ejercicio (y de todos los que representan algún ámbito de gran repercusión social, desde dirigentes de patronales y sindicatos hasta obispos) no tendría que perder de vista dos valores: la ejemplaridad y la responsabilidad. Se trataría de dar ejemplo mediante una argumentación lo más solvente posible así como de ser responsable de lo que se dice y de sus consecuencias, no siempre previsibles. En este sentido, el tuit de un político debe ser recibido y analizado con más severidad que el de un particular, porque su compromiso lo obliga a tener en cuenta todo lo que representa, encarna y simboliza. Es por esta obligación que un político se convierte en un instrumento de la voluntad popular y, a partir de ahí, su voz no se puede desenganchar de una realidad mucho mayor que su peripecia. No está de más recordar estas cosas en una Catalu­nya donde parece que los políticos principales no participarán del momento político -en teoría- más trascendente en muchos siglos.

En cambio, para la mayoría, tuitear no es más que un ejercicio básico de libertad de expresión que, para ser efectivo, debe basarse en una tranquila y normal asunción de la posibilidad de disentir y discrepar sin recibir represalia alguna. Las democracias de verdad amparan el pluralismo, la crítica a los poderes y también las opiniones irreverentes. Son las tiranías las que castigan arbitrariamente cualquier discurso que los poderes consi­deren peligroso. John Stuart Mill formuló al respecto una idea que todavía hoy debería ser guía de las sociedades abiertas: «Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que esta hablase como ella misma lo sería si, teniendo poder bastante, impidiera que hablara la humanidad». El pensador liberal remata con una observación que algunos todavía no quieren comprender: la opinión no es una posesión personal, es un bien colectivo que hay que proteger y por eso califica de «robo a la raza humana» el impedir una opinión. Las constituciones ­democráticas no pueden eludir este principio, pero ciertos gobernantes retuercen las ­leyes.

Cuando abandonamos los grandes conceptos y bajamos a la arena aparecen los problemas. ¿Un insulto es una opinión más? ¿Lo es una mentira? ¿Lo es un chiste que saca punta del dolor de un grupo? ¿Lo es un dato polémico que pretende pasar por ciencia? En este pantano es donde la libertad de Twitter es más luminosa y más turbia a la vez, donde las perlas y los excrementos comparten espacio y tiempo, y reclaman atención. Más allá de los legisladores, de los policías y de los jueces, somos nosotros, los usuarios, los que podemos modular las reglas de esta red con nuestra actitud. Por ejemplo, ¿debemos hacer caso de las opiniones emitidas desde el anonimato? En una sociedad democrática -a diferencia de lo que ocurre en los regímenes dictatoriales y en situaciones excepcionales- el diálogo público sólo tiene sentido si los que hablan se identifican previamente. Son nuestros gestos diarios los que pueden aumentar o disminuir el ruido que interfiere la conversación a gran escala, la que nos permite comprender lo que estamos viviendo.

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