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Francesc-Marc Álvaro | No és cap incendi
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05 nov 2015 No és cap incendi

El ministro García-Margallo piensa que en Catalunya hay «una sublevación en toda regla» que debe ser sofocada. El titular de Exteriores usa un verbo que merece una reflexión. Sofocar es, según el María Moliner, «impedir que siga desarrollándose un fuego, una revolución, una epidemia, etcétera. Apagar. Dominar, extinguir». Otras acepciones significan «producir el calor excesivo en alguien sensación de ahogo o dificultad para respirar» y «producir el mismo efecto una cosa cualquiera», lo cual tiene gracia, porque hemos llegado a la situación actual, entre otras cosas, porque las políticas recentralizadoras del Gobierno sofocan a diario la administración autonómica, como queda claro cuando se escuchan los lamentos de Mas-Colell o se habla con el farmacéutico. Me extraña que un hombre tan inteligente como Margallo se equivoque tanto cuando dice lo que debe hacerse con Catalunya. Se entrevé que su diagnosis es deficiente. O quizás no se equivoca porque lo que pretende es, sobre todo, contribuir a la victoria electoral de Rajoy mediante un mensaje de fortaleza ante los «enemigos de la patria».

Si el proceso fuera un incendio, tendría razón el ministro. Si el movimiento partidario de la independencia fuera un fuego que quema, haría falta que Rajoy hiciera de bombero. Pero no es así, a pesar de la obsesión de este hombre con las metáforas incendiarias: «Es absurdo -declaraba Margallo a La Vanguardia- negociar con el vecino del sexto cómo nos distribuimos los gastos de la escalera, cuando lo que quiere es prender fuego al edificio.» El soberanismo no tiene nin­guna intención de prender fuego a nada, quiere dejar de vivir bajo las órdenes deun vecino que cree ser propietario de toda la finca y de todos los que viven allí. Elobjetivo de los soberanistas no es destruir España, eso se ha explicado del derecho y del revés.

La idea de sofocar una sublevación revela la visión profunda que una parte considerable de las élites políticas españolas tiene del pleito catalán. Es una idea que reduce a un problema de orden público lo que es un problema político. Durante los dos periodos dictatoriales que España vivió a lo largo del siglo XX, la cuestión catalana fue abordada de manera militar y policial, eso es pensando que el uso de la fuerza sería lo bastante eficiente para eliminar o reducir a la mínima expresión aquella anomalía. Durante la SegundaRepública, el Estatut de Núria fue la plasmación de un pacto de Estado para hacer encajar la nación catalana en un proyecto español que quería recuperar el tiempo perdido, pero las buenas intenciones no evitaron el derrumbe.

La transición y el Estatut de Sau fueron un nuevo intento de resolver lo que, según había dicho Ortega y Gasset en mayo de 1932 en las Cortes, «sólo se puede conllevar». Catalunya se convirtió -al lado del País Vasco- en el motor de un diseño que juntaba descentralización y un cierto reconocimiento de «nacionalidades históricas». El mecanismo funcionó hasta que Aznar, propulsado por la mayoría absoluta del año 2000, quiso uniformizar y recentralizar el modelo. ¿Por qué lo hizo? Mi hipótesis tiene que ver con la debilidad histórica de la derecha española en Catalunya. Los cerebros de la FAES vieron que el declive de Pujol ofrecía una ventana de oportunidad para «normalizar» aquí su marca y evitar de una vez por todas que las mayorías en el Congreso de los Diputados dependieran del catalanista de turno. La misión aznariana encargada a Josep Piqué fracasó: la respuesta fue la aparición del tripartito (con independentistas gobernando de la mano de socialistas) y la redacción de un nuevo Estatut que pretendía ampliar a Catalunya el trato confederal del cual disfrutan vascos y navarros.

Aquellas firmas contra el Estatut de 2006 que el PP pedía por la calle fueron el primer movimiento para sofocar la sublevación que el mismo PP había provocado, para decirlo como Margallo. El error previo de Aznar fue creer que el techo del autogobierno era el pacto del Majestic. El resto de la historia es conocida. El TC enmendó lo que había votado el pueblo y pasó lo que nadie había previsto: una parte central y moderada de la sociedad adoptó la idea de la independencia. Pero eso no es una sublevaciónsino una «desafección» organizada, si se me permite utilizar una palabra que el president Montilla puso encima de la mesa. Y una desafección organizada no puede ser sofocada ni puede ser aplastada. ¿Qué puede hacer Madrid? Montoro ha advertido que puede intensificar el ahogo financiero de la Generalitat y Fernández Díaz ha avisado que los cuerpos de seguridad están preparados para lo que haga falta. Se nos viene a decir que la democracia española utilizará métodos poco democráticos para encarar un problema que una democracia sin miedo -caso del Reino Unido- puede resolver sin dramatismos. ¿Será así también después del 20-D?

No, señor Margallo, esto no es ninguna sublevación. Es mucho más grave: es una profunda desafección, cada vez más organizada y más irreversible, cada vez más consciente, transversal y racionalizada. El problema catalán no se acabará con la fuerza, aunque encarcele a los diputados soberanistas, al Govern en funciones y a las cúpulas de la ANC y Òmnium. Elproblema persistirá y crecerá. Una desafección no ha de ser sofocada, debe ser escuchada.

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