20 nov 2015 Ell, nosaltres i el buit
Franco dejó de existir físicamente hoy hace cuarenta años. Su dictadura duró treinta y seis. Nosotros no podemos escapar de la huella del Caudillo. Cuando digo nosotros quiero decir los que nacimos bajo su régimen y también los que vinieron al mundo después y quizás no saben nada de aquel periodo. Pero Franco está sin estar. Me explico: el franquismo estricto fue diluyéndose como una nube tóxica a partir de la transición y los primeros años de gobierno del PSOE, la biología siempre ayuda a este tipo de limpiezas. Fue una disolución que parecía rápida pero no lo era tanto, como se vio el 23 de febrero de 1981, cuando los demonios del franquismo necesitaron un intento de golpe de Estado para practicarse un autoexorcismo del cual todavía no sabemos todos los detalles.
A pesar de la mencionada disolución, Franco no acaba de desaparecer y lo encontramos hoy, a veces de manera sutil, a veces caricaturesca, a veces obscena… Y no me refiero a que haya una fundación que se dedica a enaltecer su figura ni a que puedes encontrarte estatuas del dictador en calles y plazas de las Españas ni al hecho de que sea legal Falange Española, organización que lleva el mismo nombre que el partido único del franquismo y se reclama su continuadora. Todo lo que acabo de nombrar es escandaloso y sería impensable en otros lugares de Europa occidental, pero quiero mirar más allá de la superficie. Si digo que Franco está sin estar es porque hay actitudes y prejuicios que responden a un elemento poco estudiado: ni las clases dirigentes ni la sociedad española en su conjunto –salvo minorías concienciadas– han sentido nunca vergüenza pública por aquella tiranía.
La falta de vergüenza por el franquismo nos ha hecho como somos. La falta de vergüenza por haber vivido en un régimen-cuartel mientras nuestros vecinos progresaban en democracia nos ha dado forma como ciudadanos. Eso es un accidente prepolítico de orden moral, lo cual explica –por ejemplo– que un conocido político socialista exhibiera con alegría y orgullo su simpatía con el compromiso fascista de su padre. Que la dictadura de Franco durara tanto tiempo y recibiera el aval de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial –dentro de la lógica de la guerra fría– contribuyó a hacernos impermeables a cualquier sentimiento de vergüenza en este sentido.
Los alemanes, perdedores y ocupados por ejércitos extranjeros en 1945, tuvieron que someterse a una desnazificación (no completa, eso es cierto) que comportaba asumir colectivamente la vergüenza por Hitler y todo lo que representó su sistema criminal. ¿Liberó eso Alemania de los nostálgicos de turno? No, por descontado. Pero colocó alarmas que todavía funcionan. Aquí, en cambio, en el lugar de la vergüenza hay el vacío de la indiferencia y la banalización del pasado reciente.