24 mar 2016 Dalt del tren on puc morir
Subo al tren (o al metro) y pienso que todos podemos morir ahora mismo. Hace mucho que no lo pensaba, desde las semanas posteriores al 11 de marzo del 2004 en Madrid. No se puede vivir con miedo, es muy cansado, por eso entonces decidí no pensar más en ello y poner toda mi energía en soportar los problemas habituales de cercanías, que no son pocos. Hay que hacer vida normal, no es heroísmo, es ser práctico. Ahora, sin embargo, después de los atentados en Bruselas, retorna aquella sensación extraña al subir al tren, y vuelvo a ver rostros de preocupación, sonrisas que disimulan la desazón, la calma sobreactuada para dominar un mal trago. Todos hacemos como si no pasara nada pero todos sabemos que hoy somos un poco más vulnerables que ayer. Somos también un poco más pequeños. Estamos desconcertados. Nos sentimos desprotegidos. Sufrimos por nuestras familias y amigos, por la gente que queremos. “¡Qué mierda!”, pensamos. En los ojos del compañero de viaje veo –como en un espejo– mi fragilidad y mi inquietud.
Subo al tren (o al metro) y me viene en la cabeza el comentario de un amigo: “Es sólo cuestión de tiempo que Barcelona sea atacada como lo han sido otras grandes ciudades”. Mi amigo está convencido de ello y lo expresa con una mezcla de fatalismo y desencanto. Cuesta llevarle la contraria, pero por dentro deseamos que se equivoque. Deseamos que el trabajo de los cuerpos policiales sea muy eficaz y vaya por delante de los terroristas, que el yihadista de turno sea atrapado antes de que se inmole, que las tareas de inteligencia permitan abortar cualquier amenaza. También deseamos que los chicos susceptibles de ser captados por los reclutadores del Estado Islámico no caigan en la trampa del fanatismo. Que las promesas de pureza, aventura y gloria no penetren en la mente de jóvenes que, a veces, se sienten desarraigados y excluidos o en la de otros que –a pesar de tener una buena formación y un empleo– sufren una transformación que no se explica por motivos socio- económicos.
Subo al tren (o al metro) y me pongo en el lugar (brevemente) de los políticos que deben encontrar soluciones. ¿Qué harías tú, si te tocara gobernar en este contexto? Una cosa es ser experto o comentarista desde la cátedra o los programas de radio y televisión y otra –muy distinta– es tener que tomar decisiones que afectarán a la vida de millones de personas. Hay que hacer mucha pedagogía preventiva, dice un tertuliano. Hay que cortar las vías de financiación de los terroristas, afirma otro analista. Hay que evitar el resentimiento en los barrios donde crece y vive la segunda generación de la inmigración de raíz musulmana, repite un supuesto especialista… Seguramente todos tienen algo de razón. La complejidad del problema es obvia. El político debe dar una respuesta urgente sin olvidar los efectos que se pueden generar a largo plazo. ¿Están las instituciones –gobiernos estatales, UE– lo bastante preparadas para responder a este tipo de terror?
Subo al tren (o al metro) y pienso en la geometría moral variable y los equilibrios de la geopolítica. Occidente se mueve por los intereses y por eso tiende a establecer relaciones oportunistas con tiranos y autócratas, siempre con la finalidad de evitar cambios repentinos que comporten una descolocación de las piezas. La guerra contra Hitler fue una excepción. Después de la guerra fría, la invasión de Iraq fue otra excepción, con unas consecuencias nefastas, dado que la caída de Sadam Husein permitió que Al Qaeda y sus aliados se fortalecieran. Hoy, Occidente tiene en Arabia Saudí un socio preferente, país que es uno de los centros del wahabismo, una versión integrista del islam que conforma la base de la ideología yihadista. Las mezquitas financiadas con dinero saudí son focos de radicalización y de control de los musulmanes europeos. Mientras los gobernantes de las democracias occidentales mantengan este doble juego (por el petróleo o por otras razones) será muy difícil que los ciudadanos tengamos confianza en determinadas medidas. Sobre todo porque el Estado Islámico y Al Qaeda –como Hitler– no quieren ningún tipo de pacto o de tregua, sino la derrota total, el sometimiento de todos los que consideran “infieles” (empezando por los musulmanes moderados, las víctimas más numerosas) y la destrucción de nuestra manera de vivir.
Subo al tren (o al metro) y repaso los tópicos que se emiten y se acumulan después
de cada ataque yihadista. Unos tópicos políticamente correctos que bloquean un debate imprescindible y que abonan el campo para que la ultraderecha populista capte la atención (y el voto) de muchos. Si no hacemos un debate adulto, quedaremos clavados en medio de dos extremismos que tienen en común el odio a la libertad. Y el aire será irrespirable. Pero este debate debe partir de un hecho innegable: estamos ante un enemigo con una gran capacidad para mantener esta guerra durante mucho tiempo, golpeándonos de vez en cuando. Esto va para largo. Seamos lo bastante inteligentes para actuar de manera distinta de como los fanáticos esperan que hagamos.