12 may 2016 De les places a les urnes
Pronto se cumplirán cinco años del 15-M o movimiento de los indignados. El producto político principal de aquel episodio es un nuevo partido de ámbito estatal, Podemos, así como la entrada en escena de un nuevo líder, Pablo Iglesias. En Catalunya, aquel acontecimiento fue decantando, sobre todo, en la reconfiguración de la izquierda en torno a los comunes, el cambio de gobierno en Barcelona y la consolidación de Ada Colau como líder de un bloque que se afana por sustituir al PSC en el mapa de partidos y al independentismo en el mercado de los proyectos movilizadores. Ni Podemos ni los comunes quieren ser complemento del socialismo oficial (el papel habitual de IU y de ICV), porque
su meta es relevar una socialdemocracia resquebrajada y desacreditada. Tampoco quieren ser –atención– la muleta del independentismo de izquierdas, lo que inquieta a ERC, que desea crecer pescando en estos ámbitos, donde también se mueve la CUP.
La víctima principal del 15-M no fue la derecha, sino el reformismo socialdemócrata. Rubalcaba se dio cuenta de ello en el primer minuto, pero no podía hacer nada. La distancia entre lo que hacían y lo que decían los gobernantes socialistas –recuerden a Zapatero y su negación infantil de la realidad– contribuyó de manera enorme a transformar el malestar por la crisis económica en una protesta marcada por tres factores: la mutación generacional, la nueva tecnología comunicacional y la ruptura de ciertos consensos forjados durante la transición. En un libro editado en julio del 2011 bajo la coordinación del ahora diputado de En Comú Podem Raimundo Viejo – Les raons dels indignats–, un entonces desconocido Íñigo Errejón escribía que “la aparición del término pueblo para designar el nosotros de los indignadosseñala, sin duda, no la reivindicación sino el inicio de la construcción de un interés general –una voluntad colectiva gramsciana– de cambio”. De la clase trabajadora al pueblo, nacionalismo español crítico con las élites y pasado por el populismo latinoamericano. Iglesias –recuérdenlo– se define como patriota español y trata con especial cuidado a militares, policías, jueces y funcionarios.
Quien acabaría siendo el número dos de Podemos entendió rápidamente que todo aquel magma sólo tendría aprovechamiento político si su indispensable articulación orgánica era flexible – líquida dirían los lectores de Bauman– y huía del léxico y los moldes de la izquierda comunista y extraparlamentaria de siempre. Tocaba ser ambiguos para no ser testimoniales y sumar. Por eso advertía del peligro de que la revuelta –satisfecha de ella misma y de su teatro espontáneo– no diera paso a ninguna herramienta eficaz de transformación de la correlación de fuerzas existentes: “Por una parte, si sus interpelaciones se amplían sin fin, serán tan atractivas como vacías. Por otra parte, una concreción ideológica rígida de sus contenidos devolverá la indignación a los reducidos círculos de la izquierda rupturista. Entre los abismos de la disolución y la marginalización hay la posibilidad de que el movimiento sea radical y mayoritario”. Errejón estaba anticipando Podemos, claro. ¿Un Podemos radical y mayoritario?
Después de las europeas del 2014, el programa de Podemos fue diluyendo el radicalismo, ante la sorpresa de los más ingenuos y de los que añoraban las frases poéticas y utópicas redactadas en las plazas. Podemos aspira a ser mayoritario, pero no tiene ningún interés en ser radical, más allá de la cola de su líder. Contrariamente a lo que podría parecer, el acuerdo con IU no representa una radicalización de Podemos, sino la plasmación pragmática de una táctica que busca multiplicar los sufragios y adelantar al PSOE el 26-J. Una prueba elocuente de que Iglesias quiere hacer reformas importantes pero lejos de mitos rupturistas que no le permitirían llegar al gobierno es el olvido de los postulados republicanos. Lo tenemos escrito: la misión de Podemos es convertirse en el nuevo PSOE, con nuevas caras y acentos, hacer un reset sin sustos y construir el relato de la postransición.
El vídeo falsamente casero de Iglesias y Garzón grabado en la Puerta del Sol quiere activar la nostalgia por un momento presidido por un lema muy contundente: “No nos representan”. La nostalgia por una épica que mezclaba resonancias de postal libertaria con el enfado apolítico de unas clases medias empobrecidas. Nostalgia de la revolución que casi nadie quería hacer. En Madrid, como en la plaza de Catalunya de Barcelona, los discursos dominantes hace cinco años eran de crítica indiscriminada a los políticos, aliñado todo con expresiones que apelaban a la necesidad de poner más decencia y más verdad en el juego democrático que tenemos.
Ahora, después de los comicios estériles del 20-D, ha quedado claro que los nuevos actores llamados a representarnos no son demasiado mejores que los viejos, y que ciertas inercias les alejan de la verdad cuando más dicen mostrarla. “Nuestros sueños no caben en vuestras urnas”, rezaba una pancarta de la Puerta del Sol. Las pesadillas, en cambio, se cuelan ahí como si nada.