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Francesc-Marc Álvaro | El cap tallat
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20 oct 2016 El cap tallat

Quiero fijarme en un detalle: la estatua ecuestre de Franco que se ha colocado en la entrada del centro cultural del Born no tiene cabeza. El comisario de la exposición y, por lo tanto, el principal responsable de la elección, Manel Risques, quitaba importancia a esta circunstancia cuando fue preguntado al respecto en el programa de Graset en el canal 3/24. Dado que alguien –venía a decir el historiador– decapitó la escultura cuando estaba en el almacén, esta se enseña así porque la cabeza no ha sido encontrada. Lo que parece una anécdota no lo es. Porque los organizadores de la exposición –contra lo que ahora explican– dan a la figura decapitada un papel central. La prueba de lo que digo se puede ver en la misma muestra, que se cierra con una reproducción en silicona de la cabeza del Generalísimo, obra del artista Eugenio Merino. “Conocía la obra –ha declarado Risques– y pensé enseguida en ella para cerrar la muestra. Como un toque de humor, como diciendo esto es el final. Una caricatura de una figura que está incompleta en la calle”. ¿Un toque de humor?

El comisario y el comisionado de políticas de memoria del Ayuntamiento, Ricard Vinyes, no son –me parece– guionistas del programa Polònia. Saben –se supone– muy bien lo que quieren decir y cómo hacerlo. Llevan muchos años en este asunto y tienen una idea muy hecha de lo que –según ellos– debe ser una memoria pública; en parte, ya la pusieron en práctica bajo el paraguas del conseller Saura durante el tripartito. Tampoco creo que sean tan frívolos como para ensayar chistes sin chispa a propósito de una representación del tirano. Pienso que su objetivo es otro, pero no lo explicitan mucho porque no decirlo forma parte, justamente, del experimento. La escultura ecuestre obra de Josep Viladomat pretende ser una metáfora, así lo quieren los que han ideado la exposición y los que la patrocinan, que es el gobierno de Colau.

Franco sin cabeza a caballo. Una metáfora tan simple como directa: finalmente, Franco ha sido ejecutado. Finalmente, este Ayuntamiento, verdaderamente progresista y popular, hace justicia y decapita al dictador, los otros políticos de Barcelona no se atrevieron; los otros formaban parte del pacto espurio de la transición, pero nosotros no tenemos vínculos inconfesables con el pasado, y podemos mostrarles al general como un muñeco decapitado, de la misma forma que podemos borrar el nombre de Samaranch. Nosotros, los de Colau, sí hemos matado a Franco. Y ahora pueden ustedes tirarle huevos, ­mearse en su pedestal o disfrazarle de mona, porque el exorcismo ha tenido lugar.

El problema –no el único– es que hacer agitación y propaganda a partir del pasado no siempre sale bien. Se puede patinar fácilmente. Como ha apuntado el profesor Xavier Antich, “la simple reubicación de las imágenes, por un simple desplazamiento que las saca del almacén y las lleva a la plaza pública, no las dota automáticamente de una significación crítica”. Eso lo sabían perfectamente los que han pensado este proyecto, pero –esta es mi hipótesis–se dieron cuenta de que el detalle de la cabeza cortada podría ser –precisamente por su literalidad– el interruptor de significado que necesitaban, además de ser una aportación supuestamente transgresora. Pero esta peculiar solución no cuadra con el discurso que ellos mismos difunden para justificar el montaje. Si se trata de sugerir un diálogo entre esta escultura y las otras dos – La Victòria, de Marès, y La República, también de Viladomat– para iluminar una compleja relación con el pasado a partir de 1975, eso no se puede hacer con una estatua de Franco que ya no es como era la que tuvieron que ver los barceloneses durante tantos años. El chiste mata el intento de re-significado y conduce la exposición hacia la banalización, que es lo que –paradójicamente– se propone denunciar. No ayuda en nada a una discusión esclarecedora sobre lo que pasó ayer y cómo todavía lo explicamos y lo recordamos hoy.

La polémica en torno a esta exposición –que se tendrá que valorar en su globalidad más allá de este circo de estatuas– ha generado un campo de fuerzas negativo que beneficia políticamente a Colau, porque la hace aparecer como la centralidad, frente a los fascistas nostálgicos de la Fundación Francisco Franco (ofendidos precisamente porque su ídolo es exhibido sin cabeza) y a numerosos independentistas, quejumbrosos porque el lugar elegido ha sido el Born, recinto emblemático de 1714; sobre este malestar quiero decir que el independentismo ha caído en una trampa que se veía venir, aunque es innegable que optar por el Born no es un gesto inocente; el gobierno de los comunes quiere visibilizar un combate de hegemonías y el independentismo debe ser inteligente –no sólo reactivo– ante este reto. Por otra parte, se puede querer la independencia y admitir a la vez que Risques tiene razón cuando asegura que la memoria de 1714 debe convivir con la de 1939.

Los asesores de Colau han marcado un gol: han conseguido que las estatuas tapen, durante unos días, los problemas de un Ayuntamiento que no sabe hacia dónde va.

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