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Francesc-Marc Álvaro | El amigo abstencionista
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28 mar 2019 El amigo abstencionista

Votar, no votar, votar con la pinza en la nariz, votar en blanco… A veces, ejercer de elector es la constatación más fehaciente de que la política siempre se rige por la teoría del mal menor, evidencia que tiene mala prensa en tiempos de polarización, hiperventilación y criminalización de los matices. Tengo un amigo que quería abstenerse en las generales del 28 de abril, ­pero le ha atacado una especie de mala conciencia. ¿Qué debe hacer? Creo que sólo los militantes de cada partido (y los que tienen tendencia a confundir política y fe) votan con un convencimiento fuerte; el resto de los mortales escoge la papeleta según percepciones, impulsos y manías que tienen poco de racional, por eso es bien sabido que también hay quien vota siempre en contra de sus intereses. Por otra parte, nadie se lee los programas electorales (a veces ni el mismo candidato) y eso tiene algo de justicia poética: ­demasiado a menudo los programas están elaborados de cualquier modo y ni las formaciones con larga experiencia de gobierno acostumbran a aprovechar el depósito de conocimiento que han acumulado para construir propuestas lo bastante sólidas; siempre me han fascinado e indignado la frivolidad y la prisa con que se redactan las medidas que, en teoría, han de servir para gobernar. Damos por hecho que todo es metafórico (fraudulento desde el punto de vista contractual), lo cual me recuerda aquel refrán supuestamente cubano: “Nosotros hacemos ver que trabajamos y el gobierno simula que nos ­paga”.

Mi amigo, ya digo, está muy preocupado. Tenía claro que esta vez la abstención era la mejor vía para expresar que no está de acuerdo con los que había votado anteriormente; quería hacer saber que, a pesar de compartir unos principios y objetivos, discrepa profundamente de las maneras y estrategias que han seguido los que marcan el compás. La abstención –en una situación normal– también es una opinión, aunque hay siempre una abstención estructural que no tiene nada que ver con lo que comentamos. Dicho esto, ahora resulta que han saltado todas las alarmas: que si hay que cerrar el paso a la derecha reaccionaria, que si es la hora de demostrar que no nos achantamos, que si no podemos regalar la mayoría a según quién, que inhibirse es una forma de dimitir de la responsabilidad, que si no votas no podrás quejarte cuando eso pinte más negro, que vivimos en un momento completamente excepcional y no podemos ser remilgados… Son los argumentos que circulan por estos mundos de Dios hoy por hoy, y tienen su posible consistencia. El problema es que mi amigo piensa que lo urgente le obliga a aparcar, una vez más, lo importante, que es –según su opinión– hacer llegar un aviso muy claro a los que antes habían tenido su voto y su –moderada y provisional– confianza.

Es una lástima que el voto sólo pueda decir una cosa. Grandeza y miseria simplificadora de la democracia. En este contexto, surge el viejo debate sobre el voto útil. No deja de ser una manera de plantear el voto con una aparente vocación racional, una actitud que ahora parece algo marciana, vista la densidad emocional que vivimos y que nos deja a todos a merced de los sentimientos y de todo lo que los rodea. ¿Podría ser de otra manera con el clima político que tenemos? Cuando se sincera, mi amigo admite abiertamente que su hipotética abstención tiene mucho de calentón, tiene demasiado de gratificación privada, tiene un exceso de corto plazo… Quizás mi amigo todavía piensa que la promesa de la política exige que se nos trate como adultos, incluso en los momentos en que las circunstancias adversas podrían disculpar tantas cosas y justificar tantos errores.

¿Qué queremos cuando votamos? Que ganen los nuestros, dirán muchos. Que pierdan los otros, se puede añadir. Que tal o cual pacto sea posible o imposible. El voto es la gran herramienta para hacer caer gobiernos, según el viejo adagio liberal, cosa del todo cierta, pero incompleta a la luz de unas sociedades tan rodeadas de complejidad que los simplificadores populistas parece que han descubierto la sopa de ajo. Steve Bannon, exasesor de Donald Trump y apóstol del nuevo populismo de derecha, explica esto en una entrevista de Daniel Verdú en El País: “Y créame, si me deja elegir entre que me gobierne alguna de las primeras 100 personas que aparezcan en un mitin de Vox en España o uno de los 100 políticos de mayor nivel, me quedo con los primeros. Tendrá un país gestionado de forma más correcta, eficiente y por gente que entiende la naturaleza humana. Esos son los famosos deplorables de Trump”. La adulación de las masas es el primer mandamiento del populista, como ha analizado muy bien Ferran Sáez Mateu.

A veces, el voto es sólo un testimonio. No hablo ahora de los partidos testimoniales, que tienen una parroquia pequeña y fiel. Me refiero al valor que tiene superar la irritación, el desengaño y el fatalismo para ir hasta tu colegio electoral justamente cuando tantas cosas invitan a no hacerlo. Mi amigo potencial abstencionista debería hacer memoria: él dice que la democracia siempre nos ­deja insatisfechos.

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