28 feb 2020 Escenas bajo control
Se sienta y, aplicadamente, se limpia las manos con el líquido de una botellita de plástico que ha sacado de la bolsa; lo hace como si pudiera ver con supervisión de Superman todos los virus que –se supone– amenazan su existencia y la nuestra. Los comensales de las mesas cercanas observan al hombre que toma precauciones con una mezcla de admiración, burla y curiosidad. Una pareja, que flipa con el ejercicio metódico de higiene del vecino, comenta algo en voz baja y, acto seguido, la mujer se levanta y se dirige al lavabo, de donde regresa al cabo de unos minutos secándose las manos con un pañuelo de papel. En otra mesa, dos tipos con aspecto de oficinista que comparten una ensalada pierden el apetito súbitamente, y apartan el plato con cara de asco, mientras esperan los segundos. En la barra, una chica ha pedido una tapa y una caña, y antes de empezar a comer limpia el tenedor pequeño con una toallita húmeda. El encargado estornuda dos veces mientras cobra la consumición de tres clientes; los que están más cerca, hacen un silencio dramático y ponen cara de desazón. Alguien dice: “Mañana, como en casa”.
En la peluquería, todo el mundo habla del coronavirus con un punto de coña hasta que Maria, que pasa de los setenta, dice: “Ya basta”, y añade: “Las personas mayores lo tenemos muy mal”. El chico que hace de aprendiz no sabe si reír o cagarse de miedo, primero cree que la clienta veterana también va de guasa, pero inmediatamente nota que el ambiente ha cambiado como de la noche a la mañana. La dueña, con mucha habilidad para navegar momentos complicados, emite dos tacos menestrales y explica una de sus historietas sexuales. Cambio abrupto de tema. Todo el mundo sonríe, excepto Maria. Al cabo de un cuarto de hora, entra un cliente que, mientras se quita la chaqueta, explica que ha oído no sé qué del coronavirus “por la radio”. El clamor de los presentes es unánime: “¡Que se calle, hombre!”.
En la peluquería, todo el mundo habla del coronavirus hasta que se oye un “ya basta”
Está dando clase y, como cada primavera (y finales de invierno), le lloran los ojos, no para de toser y acompaña la lección de varios estornudos de grado siete en la escala Cyrano. Las alergias lo transforman en un muñeco. El espectáculo es digno de un zombi de teleserie y los estudiantes lo contemplan con incomodidad, solidaridad y compasión. “¿Quieres un caramelo?”, le pregunta un chico que se sienta en la segunda fila. El profesor, desfibrado, dice no con la cabeza. Bebe un poco de agua. Desde el fondo del aula, un alumno hace la gracieta: “Este ya ha pillado el coronavirus”. El profesor refunfuña: “¡Ojalá!”.