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Francesc-Marc Álvaro | (Català) Com un burro de sínia
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21 abr 2020 (Català) Com un burro de sínia

Ando mucho pero no voy a ningún lado.
 
Ando en círculos, cada día, una hora larga, en el terrado de casa. El espacio de mi aventura mide poco más de dieciséis metros cuadrados, todo el mundo concentrado aquí. Soy como un burro de noria, que da vueltas y más vueltas, siempre viendo el mismo escaso paisaje: las azoteas cercanas, la pared del campanario, la antena del vecino de al lado, el balcón de enfrente. Cada vuelta es la misma postal. Algunas mañanas combino las vueltas en el terrado con subir ocho o diez veces las escaleras a buen ritmo.
 
Camino tan concentrado que, a veces, me alejo de todo y me parece que ya estoy en Sants. O en Kuala Lumpur.
 
Desde finales de la segunda semana del confinamiento forzoso, cuando se vio que la pandemia iría para largo, decidí imitar al mulo que tenía el tío Llorenç en la noria de la calle Recreo, aquel pedazo de tierra generosa que resistió heroicamente la ola urbanizadora de los años setenta, pero no la de los noventa. El mulo del tío era una bestia magnífica, nunca se quejaba, nunca ponía problemas, nunca tenía un mal gesto ni una palabra fuera de lugar. Realizaba su trabajo con una dedicación ejemplar y una técnica envidiable: su andar constante hacia ningún sitio movía la rueda y esta, a su vez, hacía que los cangilones –atados con cordajes– sacaran el agua del pozo. Un mecanismo antiguo y de eficacia sobradamente probada. El animal murió de viejo y toda la familia le rindió un sentido homenaje.
 
Como vivo en una casa antigua del barrio viejo de la ciudad puedo utilizar la azotea comunitaria para estos menesteres sin ningún problema, algo que, en cambio, tienen prohibido muchos amigos que viven en pisos nuevos. Sólo dos familias habitamos este inmueble, y los otros son parientes de mi mujer y no ponen pegas. Como un reloj, cada día, a las ocho y media de la mañana, enfilo la apasionante ruta circular, vestido de modo vagamente deportivo y calzado como es debido para el trayecto. A diferencia del mulo, yo no extraigo agua de pozo alguno, mi movimiento físico no añade nada a la economía mundial. Mis vueltas son absolutamente improductivas, tarea de loco, que se decía antiguamente. Camino por imperativo médico.
 

Realizaba su trabajo con una dedicación ejemplar y una técnica envidiable: su andar constante hacia ningún sitio movía la rueda y esta, a su vez, hacía que los cangilones sacaran el agua del pozo”

 
Después de cinco días haciendo el burro, precisamente durante un rato en que el aburrimiento me desfibraba, apareció ella. La vi, primero, a hurtadillas: sólo una presencia que asomaba la cabeza detrás de la cortina del balcón del cuarto piso de la casa de enfrente, el que está –más o menos– a la misma altura de mi terrado. Una figura que parecía espiarme. Seguí andando, simulando que no me había dado cuenta de nada pero, pasados cinco minutos, me paré en seco ante el balcón, para pillarla. El resultado fue un fracaso: no había nadie.
 
Al día siguiente, como cada mañana, puse en marcha la app de contar pasos y emprendí el camino por los confines brevísimos de la azotea: primero, la pared blanca con el canal del agua; después, la parte baja que hace la función de balconada y da a la calle; acto seguido, la esquina que me permite ver las montañas fuera de la localidad, un horizonte de bolsillo para respirar; a continuación, la pared desconchada que había acogido los gallineros de antaño; y, finalmente, la parte bajo tejado, la meta, con la puerta que da a la escalera y los tendederos. Y vuelta a empezar, es lo que hay.
 
Y se repitió la situación: ahora la pude ver mejor. Ella volvía a observar tras la cortina del balcón del cuarto piso de la casa de enfrente.
 
Esta vez no se marchó. Cada vez que pasaba por delante del muro que hacía de barandilla, podía verla. Primero, sólo mostraba medio rostro. Tras un rato, corrió las cortinas y apareció toda ella. Estaba inmóvil, detrás del cristal. Sus ojos proyectaban una gran curiosidad. Era una niña, de unos diez o doce años, no sabría precisarlo. Todavía no era una adolescente, o este era el efecto que me producía, sobre todo por el vestido que llevaba, que tenía poco que ver con el tipo de ropas que lucen habitualmente los chavales. Era un vestido como de fiesta, algo pasado de moda, nada práctico –supuse– para estar en casa; no hace falta que recuerde que el confinamiento ha uniformado a todo el mundo con chándales, sudaderas, camisetas y otras prendas a medio camino del gimnasio y de la cama.
 

Se repitió la situación: ahora la pude ver mejor. Ella volvía a observar tras la cortina del balcón del cuarto piso de la casa de enfrente”

 
Cuando acabé, ella todavía estaba ahí. Antes de irme del terrado, le dije “adiós” con la mano y ella me devolvió el saludo. No la conocía de nada, pero eso no era extraño. Hacía pocos años que el viejo vecindario había sido sustituido por nuevas personas, con las que no teníamos relación alguna. En un edificio próximo, incluso montaron un par de pisos turísticos.
 
Esa noche, las cosas se complicaron. Mi hermana me llamó para avisarme que nuestro padre –89 años– tenía mucha fiebre y que el médico había decidido enviarlo al hospital. Desde la muerte de nuestra madre, había ido aflojando el vínculo con mi progenitor. Nunca iba a la residencia donde vivía. Él no me lo reprochaba, tenía demasiado orgullo para hacerlo. La paradoja descarnada era que ahora, a causa del coronavirus, ni yo ni nadie estaría a su lado, justamente cuando más lo necesitaba.
 
La situación de mi padre me dejó fuera de juego. Había llevado bastante bien el confinamiento hasta entonces, pero mi muelle interior saltó por los aires al saber que ese hombre, con el cual tenía una pésima relación, quizá se dirigía ya hacia la carretera de Vilafranca, según la metáfora de los viejos de la ciudad para referirse a la muerte. No podía concentrarme, abandoné las rutinas y las paredes de casa me cayeron, por primera vez, encima. También dejé de hacer el burro. Me abandoné.
 
Seis días después, mi padre estaba a salvo. Según dijo mi hermana que le había dicho el médico, “ha luchado como un joven y ha vencido”. Salí del hoyo, volví a ser yo. Y subí, nuevamente, al terrado.
 

Después de tantas jornadas de sofá y de cama, agobiado por pensamientos oscuros, emular al mulo del tío Llorenç fue una liberación”

 
Después de tantas jornadas de sofá y de cama, agobiado por pensamientos oscuros, emular al mulo del tío Llorenç fue una liberación. La libertad podía ser dar vueltas y más vueltas en círculo. ¿Qué más se puede pedir? Y, en medio de mis cavilaciones, volvió a aparecer la niña. Sonreía e iba acompañada de un gato de color de café con leche. Había salido a fuera y estaba en el balcón, mirando fijamente todo lo que se movía, que era poco, salvo un servidor. Nos saludamos.
 
Cuando llevaba media hora de recorrido, me detuve para beber agua. Entonces, la niña me hizo una pregunta. No tenía que gritar porque la calle, sin coches, estaba muy silenciosa:
–¿Dónde vas, que andas tanto?
–No lo sé. A veces muy lejos, a veces no llego ni a la esquina.
 
Sonreí y seguí caminando. Cuando acabé, nos dijimos adiós. El gato maulló. Cada día, desde entonces, disfruté de la compañía de la niña y el gato. Ella se llamaba Maria y el animal se llamaba Fleki.
 
Cuando las autoridades nos dejaron salir, tuvimos mucha prisa en tomar cervezas en las terrazas de los bares en compañía de los amigos. Fue una locura. Dejé de andar en modo noria y volví a coger la bicicleta. Poco a poco, rehicimos la vida normal. Y un día, no sé cómo, pensé en la niña del balcón. Movido por la curiosidad, volví al terrado, para ver si la veía, pero nada. Decidido a hablar con Maria y saber qué hacía, salí de casa para llamar al portero electrónico del inmueble de enfrente. En el cuarto piso, nadie me respondió, tampoco en el tercero. Finalmente, en el segundo, una voz me informó:
 
–Se equivoca: aquí no vive ninguna niña. Todos los pisos, menos el nuestro, están deshabitados desde hace mucho tiempo. Y nuestro único hijo tiene treinta y dos años y vive en Barcelona.

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