30 jul 2020 Qué plan para Catalunya?
Las últimas decisiones de la Fiscalía sobre los presos independentistas son, hoy en día, lo único que parece un plan político de Estado para Catalunya. Desgraciadamente. Repito: lo que debería ser tarea del Ejecutivo de PSOE-Podemos está en manos de fiscales y jueces, del Tribunal Supremo en última instancia. Mariano Rajoy externalizó a los togados el contencioso catalán y Pedro Sánchez no parece –de momento– muy dispuesto a corregir ese error. Se trata de una mala noticia, pero se trata también de algo mucho más inquietante: en el corazón del poder judicial domina la tesis de que el independentismo desaparecerá a base de apretar las clavijas a sus dirigentes encarcelados. Estamos ante unos partidarios muy calificados del “cuanto peor, mejor”, pero tremendamente desinformados sobre la naturaleza de un fenómeno político que, como se vio en el juicio del Supremo, analizan de forma primaria. Este extremo paradójico se explica –aventuro– por la falsa seguridad que otorga el disponer del monopolio de la violencia legítima.
No hace falta ser muy ducho en demoscopias ni tener una bola de cristal a mano para afirmar que el independentismo obtendrá un buen resultado en las futuras elecciones autonómicas, a pesar de las divisiones entre partidos, de las pugnas entre líderes, de los desacuerdos estratégicos y del impacto de la crisis generada por la Covid-19 sobre la sociedad catalana. El foco puesto sobre la pandemia limita los altavoces del independentismo y condiciona su mejor baza (la movilización pacífica en la calle), pero no disuelve por arte de magia las lealtades de unos electores que (a pesar del desconcierto posterior a octubre del 2017) no tienen alicientes para dejar de apoyar las opciones que vendieron un proyecto que, finalmente, fue solo una declaración simbólica. Estas lealtades pesan más que otros factores, como la decepción, la fatiga o las constantes batallas entre socios.
Es ingenuo pensar que echar sal a la herida de los presos va a ‘normalizar’ la situación
La situación de los dirigentes presos está en el centro del movimiento independentista, a fecha de hoy mucho más –me atrevo a decir– que la reclamación de un referéndum pactado. No porque se renuncie a un escenario a la escocesa, sino porque nada podrá hablarse seriamente –fuera o dentro de la mesa de diálogo– si antes no se dibuja una salida razonable para Junqueras, Forn, Forcadell, Cuixart, Sànchez, Turull, Rull, Bassa y Romeva. ¿Y por qué debería hablarse seriamente con los independentistas?, me preguntará, tal vez, el lector que cree que, tras la condena del Supremo, se dio carpetazo al procés . Mi respuesta es clara: dos millones de catalanes han asumido una idea y, hasta hoy, los alicientes para abandonarla son nulos. Es verdad que hay otra mitad de catalanes que no apuestan por la independencia, entre los cuales hay una parte que vería bien una consulta pactada. Este dato no es menor. Pero el independentismo –a pesar de sus debilidades– sigue siendo esa “utopía disponible” para mucha gente que considera que el Estado español actúa inercialmente contra sus intereses y su identidad. Es el “expulsionismo” del que hablaba Gaziel hace casi un siglo, algo que Pedro Sánchez ignora peligrosamente cada vez que lo reduce todo a “un problema de convivencia”. Es, por cierto, el mismo Sánchez que, en un momento de sinceridad, proclamó que la Fiscalía hace lo que le manda el Gobierno.
¿Qué sentido tiene seguir hablando de una mesa de diálogo cuando el único plan político para Catalunya queda en manos de la Fiscalía? Lo que ahora vemos apunta en una dirección y no es muy halagüeña: cronificación del conflicto catalán con polarización al alza y ausencia de pista de aterrizaje para un independentismo pragmático con capacidad para establecer nuevas dinámicas al margen del choque y la promesa unilateral. El PSOE está nuevamente haciéndole un flaco favor al PSC, pues todo enquistamiento dejaría a Miquel Iceta en fuera de juego, obturando también grandes acuerdos de país en los que los socialistas son imprescindibles. Puede decirse lo mismo de los comunes, que podrían acabar pagando la factura de un Pablo Iglesias cuya comprensión del cuadro catalán no consigue convertir las buenas palabras en algo más tangible.
Les voy a contar algo: es ingenuo pensar hoy desde la Fiscalía y el Supremo que echar sal a la herida de los presos va a normalizar la situación, tan ingenuo como lo era pensar, en el 2017, desde la cúpula independentista, que la desconexión sería relativamente fácil a causa de las diversas crisis que afectaban al Estado español. La realidad es tozuda. Al final, cuando los togados hayan tenido su momento, habrá que abrir la caja de herramientas de la política, y entonces habrá que arremangarse. Pero los costes de dejar pudrir la oportunidad serán muy altos, no sólo para las nueve personas a las que se les niega eso que se concede a otros presos en situación similar. Los costes serán altos para todos, también para los catalanes más alejados del soberanismo y que, como Carlos Carrizosa, quieren que los líderes del procés salgan lo menos posible de la cárcel. Nadie quedará al margen.