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Francesc-Marc Álvaro | El legado de la mentira
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05 nov 2020 El legado de la mentira

Puedes mentir para ganar y para gobernar y no ocurre nada. Este es el mensaje y este es el legado. Y es también lo que inspira el discurso que quiere instalar la idea de fraude electoral para prolongar la batalla por la presidencia en el Tribunal Supremo. Pase lo que pase con el recuento final de los votos, tanto si Trump repite en la Casa Blanca como si debe hacer las maletas, su ejemplo ha sido demoledor para la democracia americana y ha influido en todo el mundo, gracias a los imitadores del multimillonario que ha llegado a presidente de Estados Unidos. De todo lo que encarna Trump, lo más tóxico y destructivo es el modo como exhibe sin escrúpulo alguno –a diario– un menosprecio sistemático por la verdad. La mecánica de la mentira –esencial para movilizar a sus votantes– ha tenido éxito y, por lo tanto, ha normalizado el hecho de que el presidente rodee su acción de una cortina permanente de falacias, falsedades, rumores, noticias inventadas, medias verdades y confusiones premeditadas.
 
El fenómeno es más grave de lo que parece, aunque nos hemos acostumbrado rápidamente al estilo de Trump. Esta manía por el cuento es una subversión radical de la responsabilidad política desde lo más arriba, una bomba colocada en el corazón de una república que tiene un sistema de contrapesos muy bien diseñado. El problema es que nunca nos hemos tomado seriamente el circo de Trump, pero sus hábiles actuaciones y su olfato a la hora de conectar con el malestar de muchos votantes han creado realidad y han alimentado una cultura política antipolítica que hace imposible ningún debate racional y contrastado. El trumpismo ha construido un relato conspiranoico a la medida de unos sectores que se sienten olvidados y maltratados por la política convencional y, sobre todo, por el establishment. Todo lo que dice Trump refuerza esta fábula, según la cual los demócratas, los republicanos moderados, los funcionarios federales, los grandes medios y aquellos que él señala como “el enemigo” trabajan contra “la buena gente” que representa la América auténtica y noble, unos ciudadanos que quieren las certezas y seguridades de un mundo que nunca ha existido. La mentira trumpista trabaja sobre el resentimiento de una parte de la población y este, a su vez, acoge y multiplica los cuentos del presidente convirtiéndolos en verdades socialmente aceptadas. La burbuja de ­fantasía del trumpismo –simple y sim­plificadora– se hace inexpugnable.
 

La combinación de vulgaridad y garra de Trump es perfecta para conseguir lo que pretende

 
Lo más fascinante es el trasfondo sobre el cual es posible esta operación de desfiguración de la realidad. Sin una desmemoria colectiva muy acentuada todo esto no cuajaría. Estamos hablando de un país donde su máximo mandatario, el presidente Richard Nixon, se vio obligado a dejar el cargo en agosto de 1974, a raíz del caso Watergate, un episodio de espionaje político revestido de una sarta de mentiras que tenían como centro de gravedad el despacho oval. Nixon debe renunciar por haber mentido al pueblo, pero esta gran lección parece hoy completamente borrada. Como también parece olvidada la lección que comportó la difusión –en junio de 1971 en The New York Times – de los llamados papeles del Pentágono, la serie de informes sobre la guerra de Vietnam que había encargado el secretario de Defensa, Robert McNamara, que evidenciaban los niveles insostenibles de engaño y autoengaño que habían conducido el gobierno al desastre. A raíz de aquel episodio, Hannah Arendt escribió esta reflexión, muy adecuada para describir el trumpismo: “Las mentiras resultan a menudo más verosímiles, más atractivas para la razón, que la realidad, porque quien miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera oír”. La combinación de vulgaridad y garra comunicativa de Trump es perfecta para conseguir lo que pretende. Un ejemplo: poco después de llegar a la presidencia, afirmó que la ratio de asesinatos era la más alta de los últimos cuarenta y siete años, pero los informes oficiales del FBI certificaban todo lo contrario: el índice de criminalidad se había situado en uno de sus mínimos históricos.
 
Trump leyó bien la historia reciente y sacó sus conclusiones: la mentira funciona, solo hay que utilizarla con determinación y con la repetición que prescribe la propaganda más siniestra del siglo XX. George W. Bush, que justificó la invasión de Irak a partir de la existencia de armas de destrucción masiva que nunca se encontraron, había demostrado que la sociedad que se había indignado con el Watergate era capaz de olvidar el trauma y tragarse esa bola. Trump se ha limitado a llevar este ejercicio hasta los límites, allí donde desembocamos en el pantano de la posverdad, que no es exactamente la mentira, sino una dimensión en la que los hechos probados pesan menos en la creación de la opinión pública que las emociones, las creencias y los prejuicios. Los imitadores de Trump han tomado nota, desde los líderes del UKIP durante la campaña del Brexit hasta los ultras de Vox, difusores de noticias falsas sobre inmigración, violencia machista, cambio climático, Covid-19 y lo que haga falta.

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