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Francesc-Marc Álvaro | Entre callar y escupir
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14 oct 2021 Entre callar y escupir

De las palabras a los hechos. A veces, este espacio desaparece y somos engullidos por el vendaval de la acción desatada. El reciente ataque a la sede del sindicato CGIL ha sumido Italia en un debate muy denso sobre los límites del pluralismo, que es la discusión perpetua de cualquier democracia frente a aquellos que aspiran a sojuzgarla, desvirtuarla o eliminarla. Mario Draghi, el primer ministro, estudia la ilegalización del partido neofascista Fuerza Nueva, responsable de los graves sucesos del pasado fin de semana en Roma. Más allá de lo que finalmente ocurra con ese grupúsculo, el episodio nos alerta sobre los efectos de la propaganda totalitaria y autoritaria. La web de estos neofascistas ha sido bloqueada por orden de la Fiscalía.
 
Es una discusión clásica en todas las sociedades abiertas desde 1945 el valorar si es mejor o peor (para el sistema de libertades) limitar el discurso de los que, desde posiciones extremistas de cualquier signo, coquetean con la violencia y emiten mensajes susceptibles de ser considerados delito de odio. Dado que el sentido del delito de odio está muy claro (la protección de colectivos vulnerables y minorías diana), pero se puede desfigurar a conveniencia, estas discusiones derivan a menudo en el bizantinismo más oscuro. También hemos llegado a momentos de un surrealismo muy indigesto; por ejemplo, recuerden que, en el 2019, la entonces fiscal general del Estado, María José Segarra, emitió una circular en la que consideraba que “una agresión a una persona de ideología nazi, o la incitación al odio hacia tal colectivo, puede ser incluida en este tipo de delitos [de odio]”, un despropósito monumental que fue contestado desde el mundo jurídico y político.
 
¿Damos o no damos voz a los fascistas? Esa es la pregunta del millón que, en realidad, esconde otra, mucho más práctica: ¿cómo perdemos el derecho a hablar públicamente en un sistema que ampara incluso los discursos que propugnan acabar con la democracia? La cuestión está re­lacionada con un asunto que el colega Josep Martí Blanch trató en estas páginas hace unos días, a raíz de ciertos delitos registrados en varios macrobotellones: “Falta valentía. Aceptar que existe un problema que afecta a colectivos concretos y que, precisamente, para preservarlos de juicios y prejuicios generalistas, es necesario decirnos y describir ciertas realidades”.
 
Según su análisis –lo comparto–, la auto­cen­su­ra social y el imperio de lo políticamente correcto están dejando fuera de la conversación pública muchos ítems que la ciudadanía vive con preocupación, y eso queda, a la postre, en manos exclusivas de partidos de ultraderecha. Si de inmigración, salud, educación, políticas de género y orden público solo hablan dis­tinto los ultras, la bomba está servida. ­Porque ante sus propuestas (inquietantes, zafias, extremas) se tiende a responder con la absurda prohibición tácita de abordar esa agenda con libertad para revisarlo ­todo.
 

Si de inmigración, salud o educación solo hablan ‘distinto’ los ultras, la bomba está servida

 
Hoy en día, estamos atrapados entre los que callan, los que escupen rabia y los que prohíben debatir. En muchas democracias, como la nuestra, el ciudadano asiste atónito a una dialéctica perversa y esterilizante entre discursos políticamente correctos inservibles y discursos agresivos y demagógicos que impugnan los consensos centrales con consignas falaces pero efectistas. La auto­cen­su­ra y la proliferación de cláusulas de exclusión basadas en posibles ofensas a grupos han dejado en manos de la reacción iliberal el ejercicio de una insolencia necesaria para que la deliberación democrática sea efectiva. Sin esa insolencia (no confundir con el estilo faltón), corremos el riesgo de dar la espalda a los hechos.
 
Michel Meyer nos explica que la insolencia comenzó siendo un gesto contra lo sagrado y quedó en manos del loco, el bufón y el niño. En la modernidad, la insolencia se transformó en la búsqueda de la verdad debajo de las apariencias, y el intelectual (desde la academia y los medios) asumió el encargo de examinar las costumbres y las opiniones de su época, aplicando el principio de sospecha. Que la izquierda y la derecha moderadas hayan sucumbido a los excesos paralizantes de la corrección política ha convertido a los ultras en los ventajistas reveladores de varias imposturas institucionalizadas, esas que algunos sectores de población viven como una estafa, lo cual alimenta el resentimiento, que es el combustible del voto a los que prometen la salvación.

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