13 ene 2022 No moleste, no matice
Mucho antes de que se hubieran inventado las redes sociales (y la radio y la televisión), Arthur Schopenhauer dejó escrito que “son muy pocos los que piensan, pero todos quieren tener opiniones”. El efecto social de esta tendencia, según el filósofo alemán, es muy evidente: “¿Y qué otra cosa les queda más que tomarlas de otros en lugar de formárselas por su propia cuenta?”.
Twitter y otras redes permiten que cualquiera participe de la ilusión de hacerse y tener una opinión, incluso de verla amplificada de una forma inimaginable en el mundo de nuestros padres y abuelos. En Twitter –digámoslo una vez más– hay de todo: bueno, malo y regular, frases brillantes como aforismos de grandes autores y expresiones zafias propias de las paredes de algunos retretes. Las opiniones (sólidas o simples ocurrencias) circulan en medio de otros muchos materiales, tales como datos (ciertos y falsos), consignas, rumores, lugares comunes, eslóganes, ruido…
La lucha por el relato impregna Twitter con la lógica perversa de la propaganda
Nos hemos acostumbrado a decir que Twitter no es “la realidad” (casi como conjuro), pero prestamos atención a lo que ahí se cuece como si, oliendo a ratos esa olla, pudiéramos saber algo relevante de eso que rodea “lo real”. Al fin y al cabo, los que toman decisiones (gobernantes, financieros, empresarios, líderes sociales…) viven pendientes de las apariencias más que de los hechos, pues nadie con responsabilidades importantes desconoce el terreno de juego: la democracia es un régimen de opinión pública y, por tanto, hay que pelear por las palabras y sus ecos. Este combate, que antaño tenía lugar en los medios, hoy se libra también en las redes sociales.
Lo que antes se llamaba la batalla de las ideas y que hoy denominamos lucha por el relato es lo más importante para cualquier gobernante cuyo poder dependa de las urnas. Esta lucha impregna Twitter y otras redes con la lógica perversa de la propaganda, basada en la repetición, la simplificación y la exageración. Todos los que estamos en Twitter y tenemos la pretensión de emitir desde ahí opiniones más o menos razonadas somos susceptibles de ser engullidos por tormentas retóricas (de porquería, de falacias, de insultos, de malentendidos, o de lo que sea) que surgen del choque descarnado de propagandas en liza. Uno –ingenuo– pensaba que la ironía sería un chaleco antibalas para moverse entre las trincheras. Nada de eso, siempre están al acecho esos lectores literales e impulsivos que disparan antes de comprender. Pero seamos justos: en el fragor del bombardeo tuitero, todos tendemos a ser más tontos.
Algo que separa cualquier opinión meditada de las simples ocurrencias es la inclusión afinada de matices. Matizar es pensar dos veces, es intentar repensar lo pensado, es impugnarse uno mismo para dar con algo que no se había pensado inicialmente y que ilumina la idea principal e, incluso, la somete a crítica. No hay que confundir el matiz con la vaguedad o con el arte de ser un bienqueda; se puede mostrar convicción –incluso ser contundente– y, a la vez, exponer matices que enriquezcan las tesis que se van desgranando ante el público. Matizar es tratar al receptor con el mayor de los respetos. Matizar es incordiar, es profundizar. Sin matices, cualquier opinión puede transformarse en un fake.
Este año celebramos el centenario del nacimiento de Joan Fuster. Cuando estoy en Twitter (y fuera de él), intento que mi brújula sea uno de sus aforismos más brillantes: “Toda coincidencia entre mis ideas y las tuyas es eso: pura coincidencia”.