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Francesc-Marc Álvaro | No estuvimos, no estamos
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17 mar 2022 No estuvimos, no estamos

Hubo más gente en las manifestaciones españolas contra la invasión de Iraq en el 2003 que contra la invasión de Ucrania ahora. Así lo han destacado algunos analistas como Enric Juliana, que también ha indicado que varias ciudades europeas han superado a Madrid y Barcelona en la magnitud de la protesta contra la guerra iniciada por Putin. La solidaridad con los ­refu­giados ucranianos es evidente, pero las movilizaciones de rechazo a la agresión rusa son discretas en comparación con otros momentos y otras causas. ¿Qué nos ocurre con Europa?
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Para explicar cómo nos aproximamos a Europa desde aquí –y en especial a la Europa central y del este– debemos recordar que España no participó en la Segunda Guerra Mundial ni en la posterior liberación por parte de los aliados, una gesta que costó miles de vidas de jóvenes estadounidenses, británicos, canadienses, soviéticos y de otros países, entre los cuales estuvieron esos republicanos españoles que, tras exiliarse, lucharon contra los nazis.
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Aunque nuestra Guerra Civil fue el prólogo de la Segunda Guerra Mundial (con el apoyo militar de Hitler y Mussolini a Franco), los equilibrios en el tablero geopolítico y la guerra fría permitieron que la dictadura franquista arraigara mientras los estados de Europa occidental consolidaban sistemas democráticos y creaban el embrión de lo que hoy es la Unión Europea. España fue una pintoresca periferia política, cultural y mental hasta 1975, solamente matizada por los acuerdos bilaterales con Estados Unidos y el concordato con la Santa Sede, a partir de 1953.
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Cuando franceses, belgas, italianos, holandeses, daneses, alemanes y demás europeos occidentales abordaban la reconstrucción de sus sociedades a partir de las lecciones del conflicto provocado por el Tercer Reich (con los crímenes de guerra, la deportación y los campos de exterminio en el centro de toda reflexión), los españoles vivían en la burbuja del régimen. La modernidad paternalista que el fran­quismo promovió a partir de los sesenta no acabó con el aislamiento del país, a pesar de que el turismo creó el espejismo de una cierta homologación internacional.
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Los valores que mamaron los franceses, italianos, holandeses o belgas de las generaciones crecidas a partir de 1945 no llegaron al conjunto de la sociedad española hasta los años setenta, y no fueron asumidos oficialmente hasta la Constitución de 1978. Son más de treinta años de desfase y eso, al final, se nota. Fijémonos en la respuesta del embajador francés en Madrid a la pregunta sobre el pacto PP-Vox en Castilla y León: “En Francia y en Alemania esos acuerdos no se contemplan”. No es un azar, ni un capricho: es el resultado de la historia. Es la lección principal que sostiene a los demócratas que tienen memoria del fascismo devastador. Hay una historia de los que estaban en el reseteo de Europa y una historia de los que no es­tábamos.
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Hay una historia de los que estaban en el reseteo de Europa y una historia de los que no estábamos

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Quiero citar aquí lo que explica Tony Judt en su monumental Postguerra: “La guerra lo cambió todo. Al este del Elba, los soviéticos y sus representantes locales heredaron un subcontinente en el que ya había tenido lugar una ruptura radical con el pasado. Lo que no quedó desacreditado al máximo quedó irreparablemente dañado. Los gobiernos exiliados de Oslo, Bruselas o La Haya pudieron regresar de Londres con la esperanza de asumir la legítima autoridad a la que se habían visto obligados a renunciar en 1940. Pero los viejos gobernantes de Bucarest y Sofía, Varsovia, Budapest e incluso Praga no tenían ningún futuro: su mundo había quedado barrido al paso de la violencia transformadora de los nazis. Solo cabía decidir la forma política del nuevo orden que debía ahora reemplazar a un pasado irrecuperable”. En Kyiv –que ya formaba parte de la URSS– ocurrió lo mismo. No hay consciencia de todo ello entre nosotros, como no la hay de la fragilidad de la independencia de Ucrania, lograda en 1991.

En Catalunya, la mirada sobre el centro y el este de Europa no es más afinada que en Madrid. Se trata de una realidad que nos cuesta descodificar. Por geografía y por ideología, por inercia. No está en nuestro radar mental ni sentimental todo lo que tiene que ver con el dolor de los checos, polacos, rumanos y demás europeos que vivieron bajo dictaduras comunistas hasta que cayó el muro de Berlín. La lucha de Ucrania contra Putin –que no es comunista pero sí imperialista– nos pilla lejos de la idea de una Europa completa, la que algunos anhelamos.

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