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Francesc-Marc Álvaro | El mal i el màrqueting
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26 jun 2014 El mal i el màrqueting

El secuestro, el pasado mes de abril, de más de doscientas chicas nigerianas de una escuela por parte del grupo terrorista islamista Boko Haram dio a conocer al gran público el drama de este país africano, el más poblado y el más potente económicamente. Rápidamente, se puso en marcha una campaña mundial para pedir la liberación de estas estudiantes de secundaria en manos de una de las guerrillas más sanguinarias. Varios líderes internacionales y famosos de todo tipo salieron, sobre todo en las redes sociales, con unos carteles donde se decía «Bring back our girls» (devuelvan a nuestras chicas). Desde Michelle Obama hasta conocidas políticas de aquí se sumaron a este gesto de marketing solidario. La campaña en cuestión -como siempre- ha ido languideciendo mientras los crímenes de Boko Haram continúan.

El conocimiento que hemos ido teniendo de los métodos utilizados por estos guerrilleros fanáticos nos hace pensar en precedentes de violencia extrema, movida por un impulso genocida sin ningún tipo de traba moral. Las ejecuciones en masa de niños de varias localidades por el solo hecho de ir a la escuela nos transportan a las acciones criminales ordenadas por los jerarcas nazis contra los judíos y las poblaciones de muchos países del Este de Europa, consideradas «inferiores» por la doctrina de Hitler. En este caso es pertinente el símil -más allá de las diferencias de origen y de contexto- porque estamos ante verdaderos crímenes contra la humanidad, que ponen en primer plano la naturaleza sectaria y totalitaria de una causa que ha hecho del terror su razón de ser. Estamos ante un mal que -siguiendo a Hannah Arendt- cuesta mucho de entender a partir de categorías clásicas. Estamos ante una realidad que trastoca todos nuestros parámetros y debemos asumir que se trata de un mal «absolutamente incastigable e imperdonable», según la pensadora judía.

Los discursos del presidente George W. Bush para justificar la invasión de Iraq contribuyeron de manera importante a desacreditar entre la opinión pública el concepto de mal, imprescindible para describir determinados hechos. Las constantes apelaciones propagandísticas a un «eje del mal» han devaluado la aproximación seria al mal como fenómeno que incide en el tablero geopolítico tanto como los intereses. También ha influido el exceso de simplificación de determinadas visiones del mundo musulmán en general, sin distinguirlo de los grupos islamistas radicales que han convertido la modernidad occidental en el nuevo diablo que combatir. Ahora es un gran reto devolver el verdadero sentido político de la expresión «el mal» cuando estamos frente a situaciones que exigen ser precisos al poner sustantivos y adjetivos.

Ante este mal que cuesta tanto explicar, la sociedad occidental responde con ocurrentes campañas de marketing, como si los terroristas pudieran aceptar la lógica de nuestros bienintencionados mensajes. ¿Para quién hacemos estas campañas? Sospecho que para autoconsumo de las opiniones públicas occidentales y porque representan medidas más baratas y menos comprometidas que enviar tropas que ayuden a unos gobiernos que -más o menos fiables- no siempre dan prioridad a este tipo de problemas. La popularidad de las intervenciones humanitarias se acaba cuando las capitales europeas deben asumir que algunos de sus jóvenes soldados corren el peligro de volver a casa en una bolsa de plástico. Los ejércitos modernos son simpáticos si imitan a las organizaciones no gubernamentales y, sobre todo, si no tienen ninguna baja. Recuerden que las guerras han dejado de ser calificadas de guerras. Seamos positivos: en el mejor de los casos, algunos servicios de inteligencia occidentales trabajan discretamente mientras nosotros nos hacemos selfies para conseguir que liberen a las chicas.

¿Cómo recibieron los lectores que disfrutaban de prensa libre las noticias que llegaban durante la Segunda Guerra Mundial sobre los crímenes que llevaban a cabo las tropas alemanas y japonesas? ¿Había conciencia, entonces, del mal que ocurría? Pienso en ello cuando leo las crónicas sobre Nigeria, entre las cuales son excelentes las de Xavier Aldekoa, corresponsal de este diario en una de las áreas más desconocidas. Somos indiferentes o somos agentes de solidaridad compulsiva y efímera. No hay término medio. La tecnología nos permite crear un espejismo de apoyo en pocos minutos pero, después, cuando los tuits sobre las chicas nigerianas dejan de ser trending topic, el gran bazar informativo del mundo global coloca otro asunto en el escaparate.

El mal incomprensible y extremo que conocemos gracias al buen periodismo pesa más que nuestras gesticulaciones en las redes sociales. Y pesa más que nuestra indignación momentánea y más que la escenificación del político de turno, a quien un asesor recomienda hacerse la foto en favor de las víctimas remotas. Pueblos destruidos, escuelas quemadas, chicos y chicas fusilados, más chicas secuestradas y vendidas como esclavas, maestros perseguidos… El mal necesita algo más que Twitter para ser frenado. Admito que no soy muy diferente de aquel lector de periódicos que, hace setenta años, no podía hacer nada para detener los trenes que llevaban gente a los campos de la muerte. He ahí nuestro fracaso de muñecos superconectados.

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