24 jul 2014 La gran esperança
Tal como están las cosas, la apuesta que el Gobierno ha hecho ante el conflicto catalán pasa, sobre todo, por esperar que el mundo catalanista se divida y que eso frene el proceso soberanista y genere unas discusiones internas tan crispadas y absurdas que a Madrid le baste con apoyar a quien se postule como interlocutor «moderado» y vendedor de una rectificación a la manera sumisa de siempre. Esta es la gran esperanza de los gestores de la España oficial y por eso no hacen esfuerzo alguno por seducir a la sociedad catalana con un proyecto español que sea integrador, plural y respetuoso con las identidades nacionales. Por eso, por ejemplo, se han sacado del sombrero un sistema nuevo de cálculo de balanzas fiscales ad hoc para demostrar que Catalunya no tiene motivo de queja, y también por eso el CGPJ no acepta que se utilice el catalán ante este organismo.
La gran esperanza del PP, del PSOE y de los poderes del Estado es la ruptura del campo adversario. No de Catalunya -como anunciaba Aznar-, sino del mundo catalanista. El próximo encuentro de Rajoy y Mas no dará ningún fruto porque es evidente que el equipo de la Moncloa ha establecido una estrategia basada en esta premisa y, de momento, no la variará. «Hay que dejar que ellos mismos, solitos, se la peguen», es frase de un dirigente popular que resume la previsión que se hace en Madrid sobre la situación en nuestro país. Dado que no quiero caer en el error de algunos de mis colegas españolistas -opinar sin observar-, no tengo ningún problema en considerar que el nacionalismo catalán pueda ser víctima, una vez más, de las divisiones, después del 9 de noviembre. Es una hipótesis que tiene base histórica.
Los partidarios de defender la pervivencia de la nación catalana tienden a la reyerta doméstica con mucha facilidad. No hay que ir muy lejos. A raíz del primer tripartito, en 2003, la fractura fue estrepitosa; era una actitud que venía de antes, de 1999, cuando Pujol rehusó con malas formas una oferta de pacto de Carod-Rovira. En aquellos momentos, CiU prefirió el vínculo con el PP de Aznar, que gobernaba España. Hoy, Mas y Junqueras tienen un acuerdo de gobernabilidad basado en llegar a la consulta, pero no sabemos qué prioridades y qué intereses entrarán en escena después del 9 de noviembre, sobre todo si el Estado impide que los catalanes voten. Tampoco sabemos cómo reaccionará el soberanismo civil -singularmente la ANC- si es necesario rehacer la hoja de ruta y colocar un nuevo objetivo. La movilización ciudadana es clave, pero esta no puede prescindir de la complejidad de un objetivo de tal envergadura. Y también sería bueno que algunos no confundieran el camino hacia la independencia con el récord Guinness.
La gran esperanza del Gobierno Rajoy se fundamenta en la creencia que, aparte de la ruptura del pacto parlamentario entre CiU y ERC, a medio plazo, se romperá la federación que integran convergentes y democristianos. Esto sería bingo para populares y socialistas. Porque el mito de la desaparición del espacio convergente, tal como se deshizo la UCD de Adolfo Suárez, alimenta las ansias de convertir Catalunya en una segunda Valencia, pura sucursal. Es un cálculo indocumentado, claro está, porque olvida el peso y la penetración social del catalanismo. Se trata de un análisis tan equivocado como el de quienes escriben que el soberanismo manifiesta que las clases medias han perdido el liderazgo del catalanismo o que representa una Catalunya cerrada. Es todo lo contrario: el soberanismo es una revuelta tranquila de clases medias que quieren conectar con el mundo global sin pasar por Madrid. Y es un fenómeno tan comarcalista como barcelonés y europeísta, basta con repasar los resultados de las últimas elecciones. Por cierto, hay más contrarios a la independencia entre ciertos empresarios de comarcas que dependen del mercado español que entre muchos ejecutivos y profesionales de Barcelona que hacen negocios en Frankfurt, Río de Janeiro o Johannesburgo.
La reciente decisión de Duran Lleida de dejar el cargo de secretario general de CiU alimenta los rumores sobre el drama entre los herederos del pujolismo. Los que tenemos buena información exponemos otra posibilidad: antes de que se rompa CiU quizás será Unió el partido que se partirá, sobre todo el día que deba fijarse lo que se vota en la consulta. Con respecto a CDC, sus bases y cuadros han asumido el proyecto soberanista, basta con pisar el país para comprobarlo. Pero también es cierto que hay algunos dirigentes -menos de los que se dice- que no han acabado de hacer la transformación que han hecho Mas y una parte central de la sociedad. Son los que añoran el pujolismo, los que están siempre enfadados, los que hacen como si el déficit fiscal y la ley Wert no existieran.
Para acabar, la pregunta del millón: ¿Se rompería el frente soberanista si después del 9 de noviembre el Gobierno pusiera encima de la mesa alguna oferta de aparente mejora autonómica? No lo sé, sinceramente. Pero sé otra cosa: una vez leídos los dos manifiestos en defensa de la unidad de España (el del palo y el de la zanahoria pseudofederal), queda claro que es imposible que Madrid ofrezca nada fiable que pueda dar respuesta al problema de los catalanes como comunidad nacional con un Estado en contra.