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Francesc-Marc Álvaro | No surt a la foto
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07 may 2015 No surt a la foto

La fotografía es muy conocida y estos días ha vuelto a ser reproducida por doquier. En ella se ven a supervivientes del campo nazi de Mauthausen vitoreando la entrada al siniestro lugar de un tanque de la 11ª División de Tanques del 3er Ejército Estadounidense. Sobre el vehículo, tres soldados sonrientes, además de otro que asoma la cabeza desde el interior. Los prisioneros liberados, la mayoría vestidos con el precario uniforme de rayas obligatorio (fabricado con fibra de papel), saludan a los liberadores y dan la espalda al objetivo. Sólo un prisionero parece estar pendiente del fotógrafo: un hombre situado a la izquierda del espectador, el cual levanta el brazo derecho mientras sonríe levemente y no presta atención alguna a lo que, sin duda, es el gran acontecimiento: la llegada de las tropas que han hecho huir a los verdugos. Sobre la parte interior de la entrada al campo y mirando a la plaza de revista, vemos una gran pancarta que reza “los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras”. La escena es casi perfecta.

Esta fotografía es una mentira. Dicho más técnicamente: es la imagen de una escena reconstruida e interpretada para ser recogida  por las fuerzas US Signal Corps, los militares estadounidenses especializados en fotografiar, filmar e informar de la guerra. Se realizó a instancias del coronel que asumió el mando del campo,  Richard R. Seibel,  el 7 de mayo de 1945 (hoy hace 70 años), dos días más tarde de la liberación de veras, que fue fotografiada desde dentro por un deportado, el catalán Francisco Boix, desdoblado en fotoperiodista de la tragedia que él mismo vivió. Los SS que vigilaban el campo habían huido la noche del 2 al 3 de mayo. Boix inmortalizó la entrada del primer oficial norteamericano al campo de Mauthausen, el sargento Albert J. Kosiek. Ahora, precisamente, se reedita ampliado en RBA El fotógrafo del horror, el excelente libro del historiador Benito Bermejo sobre la hazaña del joven Boix, cuya valiente labor sirvió para condenar a los jerarcas nazis.

Volvamos a la fotografía tomada por un miembro desconocido de las US Signal Corps. Busco y rebusco en la imagen a alguien, a otro deportado que también se llamaba Francisco, concretamente Francisco Vidal Casanellas, número de prisionero 2926, en cuya ficha oficial figura como fecha de deportación el 13 de diciembre de 1940. No lo encuentro ni lo encontraré. Francisco era el hermano mayor de mi madre, combatiente de la República con grado de teniente y militante de izquierdas, que se exilió a Francia como tantos en 1939, y acabó prisionero de los alemanes formando parte de la 115 Compañía de Trabajadores Extranjeros (efectivos auxiliares del ejército francés), enviada a reforzar inútilmente la línea Maginot. Cayeron los primeros.

A mi tío no le pidieron que se interpretara a si mismo ante el fotógrafo aquel lejano 7 de mayo de 1945, no podían hacerlo puesto que había dejado de existir –según la mencionada ficha- el 1 de enero de 1942. Ni liberado ni evadido, Francisco Vidal tenía la categoría simple y rotunda de fallecido, una F así de grande, al igual que otros 4.815 republicanos de los 7.532 que fueron a parar a este campo en territorio austriaco. Españoles a los que Franco dejó en manos de Hitler, españoles a los que los gobiernos de la democracia han prestado una atención descriptible. La carta que el comité internacional de la Cruz Roja envió a mi tía en marzo de 1946 explica que la muerte de su marido se produjo en el subcampo de Gusen, pero no hay más información. Nada sobre cómo murió. Antes de instalar la primera cámara de gas, había otras modalidades de asesinato: palizas, ráfagas de metralleta, perros lobos, tubo de escape, inyección de fenol en el corazón, congelación, la cantera… Vidal tenía 29 años, un hijo, una esposa y dos guerras a sus espaldas cuando se convirtió en un cadáver más.

El escritor e historiador Eduardo Pons Prades, que luchó en el bando republicano y más tarde junto a los aliados en la Segunda Guerra Mundial, explica que el día que mi tío llegó al campo –junto a casi 3000 republicanos más procedentes del stalag de Estrasburgo- los nazis informaron a los deportados -en perfecto castellano- que no tenían derecho a nada y que debían considerar un privilegio el ser esclavos del Nuevo Orden Europeo. Eran las dos de la madrugada y, bajo potentes reflectores y a treinta grados bajo cero, les obligaron a desnudarse en medio de la plaza central, les metieron en las duchas, les raparon la cabeza y les entregaron el uniforme rayado.

No está en la foto. Ni estará ya nunca. Ni Francisco Vidal Casanellas ni muchos otros. Es una instantánea que, a pesar del engaño poético que contiene, capta la alegría que exhiben los actores. Alegría autentica y dolor auténtico, todo a la vez. Y, muy rápidamente, aquello se fue olvidando. El historiador Robert H. Abzug, autor de un libro de referencia sobre la experiencia de las tropas de EEUU en la liberación de los campos nazis, escribe que, una vez en casa, los veteranos que habían estado en Mauthausen y otros infiernos sólo encontraron incredulidad, disgusto o silencio en las gentes a las que contaron lo que vieron. Al final, se refugiaron en su propio silencio, hasta que, pasados muchos años, hubo algo de interés en saber la verdad.

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