08 may 2015 Teatre incòmode
Soy de la opinión de que hay algunos artistas que practican ciertas formas de provocación porque –por incompetencia, pereza o ignorancia- no aciertan a plantear las preguntas incómodas que el arte debe hacer cuando no quiere ser puramente ornamental o un respetable entretenimiento olvidable. En las artes plásticas eso es de una evidencia notoria, y últimamente han hablado aquí de ello Lluís Racionero y Sergio Vila-Sanjuán, a propósito de algunos silencios y determinados sectarismos estéticos. En las artes escénicas también se da una confusión parecida, pero el mal se subraya menos, lo cual nos deja sin escudo ante algunas ocurrencias pretenciosas que –a veces- son acogidas con un entusiasmo que da risa.
Pero, afortunadamente, Barcelona es una ciudad donde un amante del teatro ahora puede ser feliz. Por ejemplo, sería obligado no perderse una obra que es un ejercicio muy logrado de reflexión punzante sobre la propia naturaleza del teatro como creación y su relación con el mercado, el público, la crítica y –ay- el poder político con capacidad de dar subvenciones y prebendas. Sale todo y se toca con una libertad, una astucia, y una crudeza sólo compensada por la elegancia que da la ironía. Les hablo de Coses nostres, un montaje dirigido por el actor Ramon Madaula –que se estrena como director- a partir de la versión teatral que él mismo ha escrito de una novela suya que ganó el premio Recull del año pasado. Pero dense prisa en acudir a la Sala Atrium, porque este domingo es el último día que la obra de Madaula se podrá ver en la capital catalana.
Coses nostres, magníficamente interpretada por Albert Pérez y Raimon Molins, es un diálogo –lleno de sorpresas- entre un crítico muy influyente y un director teatral de fama y con cargo que depende del erario. No se asusten: lo que los dos personajes se dicen no es de interés gremial, no es teatro sólo para faranduleros, al contrario: lo que pasa en esta historia nos provoca docenas de preguntas de tipo –digamos- político sobre la cultura como producto y sobre los circuitos de fabricación del prestigio en una sociedad donde el miedo al riesgo y el peligro de la mediocridad bailan al ritmo de las subvenciones, hoy más escasas y más discutibles que hace una década. Todo el mundo recibe lo suyo: creadores, políticos, periodistas, extraviados todos en endogamias eternas. Madaula usa el látigo pero después acaricia: ama el universo que crítica. Y es valiente hurgando en algunos vicios.
Soy partidario del teatro que pone la palabra justa bajo la butaca de cada espectador, como una bomba que estalla en el momento preciso. Del teatro que inquieta y que obliga a palparnos el corazón y la cartera cuando salimos de la función. Por eso les hablo de este pequeño montaje, que merece tener más eco y más recorrido.