04 sep 2015 Abans de la platja
La situación de los refugiados que buscan acogida en Europa -especialmente en Alemania- se puede despachar hablando de las disfunciones y carencias de la burocracia de Bruselas y de la poca visión de conjunto de los líderes que deberían asumir este desafío con una combinación especial de compasión y eficacia. Este drama también se puede comentar desde la vergüenza que sentimos como europeos que hemos perdido la memoria de dónde venimos y no sabemos que los refugiados de hoy son como nuestros abuelos. Una vergüenza que se densifica cuando una imagen especial hace de abrelatas de nuestras conciencias adormecidas: la fotografía del niño sirio de tres años ahogado en la orilla de la playa turca de Bodrum, nuevo icono mediático del dolor, nos arrastra hasta el muro de silencio que se alza cuando se acaba el telediario. Y es en este momento -oscuro como la garganta de lobo- que hay que admitir que tenemos una responsabilidad individual sobre eso. No vale decir que es sólo la de los políticos.
Estiro el hilo de una idea de Ferran Sáez, expuesta el miércoles en el Ara. Escribe el lúcido ensayista: «Algunos prefieren quitar importancia a la destrucción y a las matanzas masivas perpetradas ahora mismo en Siria y en el norte de Iraq antes que abandonar la confortable habitación de los lugares comunes donde, si te portas bien y dices lo que el personal quiere oír, te dan un ‘me gusta’; relacionar el drama inmenso de los refugiados sirios con este hecho parece un tabú». Si queremos ir más allá de la foto del niño muerto, debemos hacernos una pregunta muy incómoda: ¿queremos asumir el coste de detener la barbarie que representa el Estado Islámico y sus grupos afines? Esta criatura muerta en el mar se convirtió en refugiado cuando su familia no se resignó a ser víctima de un totalitarismo en guerra, comparable al de los nazis. Si no te marchas, te degüellan. No hay alternativa. Lo recordaba el otro día Rahola: los judíos también buscaban un lugar donde ir porque, si se quedaban en su hogar, les esperaba la destrucción segura.
Tenemos el deber moral y político de acoger a los refugiados sirios. Y tenemos que exigir a los gobiernos que lo hagan y lo hagan bien, que no haya ahora campos de ignominia y miseria como los que tuvieron que soportar los perdedores de la Guerra Civil en 1939 en Argelers. Pero no olvidemos lo que precede a la imagen del pequeño ahogado: tiranía y barbarie contra la cual, a menudo, sólo luchan tropas kurdas de mujeres y hombres de un coraje admirable. ¿Queremos que los ejércitos de la UE se impliquen en la guerra contra los fanáticos que fabrican refugiados, degüellan habitantes de ciudades enteras y pretenden crear un régimen de terror transnacional? ¿Queremos asumir los riesgos de ser solidarios de verdad con los sirios y otros pueblos?