17 sep 2015 No és contra Espanya
Soy consciente de que hay mucha gente fuera de Catalunya que no se cree lo que ahora escribiré: el nuevo soberanismo catalán no es antiespañol. Repito: el movimiento transversal, pacífico y formado por un segmento central del país que aspira a hacer de Catalunya un Estado tan independiente como hoy pueda serlo Dinamarca, Austria o Chequia no quiere ningún daño a los ciudadanos españoles. Es normal que esto cueste de entender al lector alejado de Catalunya, un lector que es bombardeado a diario con rumores, desinformaciones, desfiguraciones y falacias sobre el cómo, el quién y el porqué de lo que ahora pasa en la sociedad catalana. Obviamente, también hay personas aquí -menos que en Madrid- que piensan que el soberanismo quiere destruir España. Con todo, si se analizan con cuidado los discursos y las acciones del nuevo soberanismo -que articula una nueva centralidad-, queda claro que estamos ante un proyecto en positivo de superación de un statu quo. El pleito no es con la gente, sino con los poderes de un Estado que discrimina negativamente a la nación catalana.
Sé que no convenceré -ni lo pretendo- a los lectores que ya se han hecho una idea atroz de los planes soberanistas. Me basta con que alguien, después de leer este papel, revise ciertas afirmaciones y trate de observar el fenómeno desde un ángulo diferente. Disolver malentendidos sobre las intenciones del soberanismo no es tarea baladí. Me parece esencial de cara a la necesidad de hacer política, pase lo que pase el 27-S. Más allá del atractivo que el uso de la fuerza tiene todavía entre determinados entornos de Madrid -inquietante que alguien como Rubio Llorente especule con el recurso a la violencia-, es evidente que ni el espacio ni el tiempo abonan lo que sería habitual en la geografía de Putin y en la época de Companys. Afortunadamente, nuestro mundo es otro y también nosotros.
Que el soberanismo que llena calles y provoca declaraciones previsibles de Obama haga bandera del buen rollo y de las sonrisas no quiere decir que en Madrid todo esto no levante muchas ampollas. Un amigo que frecuenta círculos empresariales y políticos de alto nivel en la capital me explica que el proceso catalán se ha convertido en «un asunto personal» para muchos de sus conocidos. «Se toman como una ofensa -me dice- que queramos marcharnos de España, se sienten heridos en el amor propio y eso se transforma en una rabia que les ciega y les impide analizar correctamente el conflicto». Mi amigo trata con profesionales de prestigio en sus respectivos campos, mujeres y hombres acostumbrados a moverse en ámbitos de complejidad donde la razón debe imperar por encima de la víscera. Cuando aparece la cuestión catalana, estos interlocutores ilustrados abandonan la voluntad de comprender y sólo son aptos para atacar de manera feroz lo que les provoca una herida tan intensa en su orgullo y en su españolidad.
¿Cómo se puede hacer política cuando al otro lado se sienten como la pareja abandonada? El Madrid oficial (incluidas las élites que protegen el corazón del Estado) quiere resolver las cosas a la manera del macho tradicional: silencios, prohibiciones, amenazas, juego sucio y, de vez en cuando, declaraciones ampulosas de amor posesivo y enfermizo. El Estado y sus servidores transforman un problema político de gran envergadura en un golpe a la autoestima de una españolidad llena de inseguridades. Los fantasmas de la crisis de 1898 respiran bajo la retórica de los que convierten en asunto global unas elecciones «normales y autonómicas». ¿Por qué Margallo tiene necesidad de decir, desde EE.UU., que España «es la nación más antigua de la Tierra»? Disponer de buenos diplomáticos no te salva de hacer el ridículo el mismo día que consigues arrancar una frase de ayuda al emperador.
El soberanismo catalán ofende sin querer la fibra sensible del Estado y de los que dicen servirlo. Los catalanes que se han cansado de ser españoles de segunda han cometido el peor crimen, por lo visto: renunciar tranquilamente a formar parte de un proyecto que -como nos han dicho y repetido- es la nación primigenia que existía antes de que el mundo fuera mundo. Incluso a las mentes más leídas se les hace indigerible -inconcebible- que muchos catalanes quieran vivir sin la tutela de Madrid. Los medios de la Villa y Corte rezuman estos sentimientos, que beben de dos ideas muy arraigadas: Catalunya es propiedad del Estado español y los catalanes no serán nada si no continúan dentro de España. Los británicos no se relacionan con los escoceses a partir de este psicodrama. Hablan sobre intereses, retos y prioridades. Por eso hicieron política y celebraron un referéndum pactado.
Si la defensa de una Catalunya dentro de España tiene como motor principal el orgullo herido, la rabia y el afán posesivo, la política -imprescindible- se volverá muy difícil. Cuando éramos jóvenes, en las manifestaciones independentistas, se cantaba aquello de «boti, boti, boti, espanyol el qui no boti». En las grandes manifestaciones del Onze de Setembre de los últimos años, no he oído este lema ni nada parecido. Lo celebro. El proceso no es contra España ni los españoles, es a favor del bienestar de una sociedad que quiere decidir sobre ella misma y que se ha cansado de perder energías y oportunidades en la constante reclamación.