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Francesc-Marc Álvaro | Govern del canvi?
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07 abr 2016 Govern del canvi?

Después de la última reunión con el líder de Podemos, el secretario general del PSOE declaró que “estamos más cerca del gobierno del cambio que de repetir las elecciones”. La expresión g obierno del cambio aparece como título de un artículo de Iglesias de finales de enero, pero en aquel papel es sinónimo de “gobierno plural y progresista”. En estos momentos, no sé si significa lo mismo. Por otra parte, no es menor que se hable siempre de “gobierno del cambio” y no de “gobierno de cambio”, algo que sugiere que se está prometiendo un cambio histórico, “el cambio”, como aquel cambio que el PSOE de 1982 convirtió en lema y bandera para llegar al poder. Podemos, C’s y PSOE dicen –los tres– que encarnan el cambio. Si hablamos de un cambio de gran calado, hay que convenir que eso, políticamente hablando, significa hacer grandes transformaciones. El cambio de González fue un plan ambicioso para poner al día España, tras el cual no la conocería “ni la madre que la parió”, en descripción castiza y plástica de Alfonso Guerra.

Después de una UCD que se había quemado pilotando la transición política, el PSOE tenía la ambición legítima de dirigir las grandes reformas que el Estado necesitaba para convertirse en una realidad homologada y homologable dentro de aquella pequeña Europa occidental que, entonces, conformaba el selecto club de las democracias del bienestar y el progreso, en el contexto de una guerra fría que parecía inacabable. El socialismo tenía un proyecto para la sociedad y pensaba desplegarlo aprovechando el aval de más de 10 millones de votos. Los comunistas habían sido el gran partido de la oposición al franquismo, pero la ciudadanía no los quería gobernando después de Suárez. El cambio era cosa de unos jóvenes que no tenían menos arrogancia que la que hoy exhiben el líder de Podemos y sus acólitos. Estaban seguros de ellos mismos. Se sabían a punto de derribar los muros del castillo. Javier Solana lo explicaba así a María Antonia Iglesias: “En las vísperas de las elecciones de 1982 –después de tantos años en la oposición–, veíamos cómo la posibilidad de llegar al Gobierno se hacía realidad: empezamos a trabajar en programas porque teníamos la certeza de que queríamos responsabilidades de Gobierno. Recuerdo las reuniones con Felipe, cuando analizábamos diferentes esquemas, analizábamos las prioridades, etcétera”.

El término gobierno del cambio que difunden Sánchez e Iglesias es –quizás– un guiño a la memoria colectiva. Hubo un cambio histórico en 1982 y ahora –se supone– debería repetirse. Pero ayer había una mayoría absoluta y hoy estamos ante una fragmentación que hace muy complicadas las combinaciones de gobernabilidad. La cúpula dirigente de Podemos tenía, hace meses, un guion según el cual su llegada al poder sería un episodio equivalente al protagonizado por aquel Isidoro que lucía chaqueta de pana. La etiqueta “gobierno del cambio” forma parte de esas expectativas de triunfo espectacular. Pero las cosas no fueron así el 20-D. A pesar de los malos resultados del PSOE, a Iglesias le han faltado muchos votos para ser la alternativa indiscutible.

Las negociaciones entre los partidos del supuesto cambio, incluido el pacto firmado por Sánchez y Rivera, han iluminado la escena de la política de Madrid de una manera que todos podemos ver lo que ya se constató durante la campaña: no hay ningún proyecto creíble y estimulante para España. Mientras el Partido Popular vive de las inercias de una versión blanda y estática del aznarismo, los que deberían fabricar un proyecto están dedicados a la táctica y el marketing (Podemos y C’s) y a la supervivencia (PSOE). Ni la crisis económica, ni la crisis de credibilidad de los partidos, ni la crisis del sistema institucional del 78 (con la subcrisis territorial catalana) han sido alicientes lo bastante fuertes para activar un relato que pueda representar lo que el socialismo fue capaz de sintetizar a primeros de los ochenta. La imaginación política ha sido sustituida por la hipermediación, unos liderazgos prefabricados y la importación de experiencias de otras latitudes.

La cultura política de la transición parece haberse agotado. En Barcelona, eso pasó antes que en Madrid, a causa del impacto que sobre el nacionalismo central tuvieron el acuerdo del Majestic y, más tarde, la mayoría absoluta de Aznar del 2000 combinada con la negativa de Pujol a un pacto de gobernabilidad con ERC cuando Carod-Rovira se lo propuso. El agotamiento de esta cultura de la transición ha generado, en Catalunya, el proyecto de la independencia, hijo directo de las políticas recentraliza­doras de los populares, de la escasa voluntad de los socialistas de desmarcarse de ellas y del posibilismo retorcido del Estatut de 2006. En el conjunto de España, por el contrario, la liquidación de la plantilla de la transición no ha parido ningún proyecto: ha creado un agujero negro que conduce a los actores políticos a una zona de incertidumbre que acentúa su inanidad. Los profesionales del Estado –que para eso están– evitarán que el agujero negro se expanda.

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