30 jun 2016 Un país incomprensible?
La palabra que más he escuchado y leído después del 26-J es “incomprensible”. Ha salido de la boca de políticos, periodistas, académicos y profesionales muy preparados. Todo el mundo ha quedado descolocado, incluso el vencedor, Mariano Rajoy, que no se esperaba recuperar tantos escaños. Soy de la opinión de que más bien hemos sido prisioneros de impresiones y prejuicios alimentados por las encuestas, las redes sociales y determinadas inercias. Además, tal como pasa a la hora de abordar el comportamiento del electorado británico en el referéndum del Brexit, se tiende a poner el piloto automático en vez de averiguar las claves del fenómeno. Tiene razón el profesor Joan Botella cuando dice que muchos periodistas y expertos subestiman la estrategia del PP, algo que en Catalunya aún es más acusado, visto el papel lateral que los populares tienen en el sistema catalán de partidos. Como recordaba Antón Losada, pensar que la gente es lista sólo cuando vota lo que nosotros votamos no es manera seria de analizar.
El PP gana porque acierta en el mensaje y en el estilo de su campaña. Una idea clara y sin variaciones: “Nosotros garantizamos el orden, frenamos los experimentos y paramos a podemitas y separatistas”. Y vence, claro, porque reagrupa el voto de derechas, que esta vez tiene muchas dudas sobre Rivera, víctima de su inconsistencia, de la burbuja mediática que lo halaga y de sus mensajes ondulantes (centrismo los lunes, españolismo los miércoles, catalanismo light los viernes). Y, finalmente, gana porque la izquierda aparece dividida y enfrentada. Dicho esto, el tancredismo de duralex de Rajoy en campo de alcachofas –que tantas bromas ha provocado– ha resultado más eficaz que los planteamientos de los sabios de guardia.
Podemos pierde porque, como le pasa a C’s, acaba confundiendo su burbuja mediática con la realidad y, sobre todo, porque quiere serlo todo a la vez: frente de izquierdas, nueva socialdemocracia, peronismo a la europea, eurocomunistas, sobrinos de Anguita, hijos de Zapatero, etcétera. Y, cuando habla de la patria, también quiere serlo todo: los que defienden “Gibraltar español” (como la derecha más rancia) y los que prometen referéndums para Catalunya, Euskadi, Galicia y quien lo quiera. Algo chirría. El de la coleta quiere gustar a todos, dice una cosa y la contraria, y eso produce incertidumbre y desconfianza en un elec-torado novel –poco fiel– donde conviven sensibilidades diversas, incluso contrapuestas. Además, el tono arrogante y condescendiente de Iglesias se convierte en un bumerán que debilita su liderazgo.
Pienso, como Lluís Orriols y Ferran Sáez, que el Brexit no ha influido mucho en los resultados del 26-J, por dos motivos: el votante medio español pasa olímpicamente de la política internacional y, además, no ha habido tiempo material para que la desazón provocada por el adiós británico a la Unión Europea haya calado en la mayoría. A la espera de encuestas postelectorales, me cuesta imaginar que los votantes que abandonan a Iglesias y los que retornan a Rajoy lo hayan hecho movidos por un miedo ambiental a un proyecto europeo más débil o más inestable. Si el miedo ha desempeñado un papel en esta cita, hay que pensar más en el miedo al supuesto radicalismo de Podemos y a propuestas como el referéndum catalán, presentado como un tabú por la mayoría de medios con influencia sobre la opinión pública.
No miremos tanto al Reino Unido y miremos más a Catalunya. El 20-D pareció que la apuesta de Podemos por el referéndum catalán ayudaba a mostrar una nueva mentalidad, más comprensiva con la plurinacionalidad; tras medio año, la bajada espectacular de las papeletas de Iglesias en el conjunto del Estado podría tener relación también con esta cuestión, sobre todo si tenemos en cuenta que en esta campaña se ha hablado mucho más del pleito catalán que en la anterior. Las famosas líneas rojas han sido puestas, finalmente, por un votante que quizás no quiere que el derecho a decidir bloquee la constitución del gobierno de España. Las encuestas postelectorales deberían decirnos cuánto ha pesado eso en la selección del ciudadano progresista. En cambio, dentro de Catalunya –que se confirma otra vez como una nación política distinta– la apuesta ambigua de los comunes vuelve a tener un apoyo amplio, a pesar de perder votos, un síndrome que –salvando todas las distancias– me recuerda el éxito de escaños de CiU en las mismas generales de 1986 en que el Partido Reformista Democrático impulsado por Miquel Roca (asociado a los convergentes) fracasó en toda España. Por otra parte, a Podemos le sucede lo mismo que al independentismo: ha crecido rompiendo viejas lógicas pero necesita más musculatura.
Más allá y más acá de estas consideraciones, está el asunto más grave de estos comicios: ¿cómo puede ser que la corrupción del PP y el comportamiento de Fernández Díaz y De Alfonso no hayan pasado factura a Rajoy? ¿La democracia española puede continuar como si nada? ¿El elector popular da por buenas estas actuaciones o las ignora por sistema? ¿Se puede hacer alguna reforma seria en España sin limpiar antes una infección tan profunda?