15 sep 2016 La curiositat, encara
Ha empezado el curso escolar. Sobre la escuela todo el mundo opina porque todos hemos sido alumnos y, además, muchos somos padres que hemos tenido o tenemos hijos en las aulas. A diferencia de lo que pasa con los asuntos de la sanidad, todo lo que rodea la escuela es un poco como el fútbol y la política: todo el mundo entiende de ello, todo el mundo tiene una cierta idea de lo que habría que hacer y no se hace. Los maestros –a diferencia de los médicos– escuchan a muchísima gente que cree saber la mejor manera de hacer este trabajo tan difícil, tan delicado y tan despreciado que es el de enseñar, educar o –perdonen el arcaísmo– instruir. A las reuniones de padres nunca faltan aquellos que expresan sus fórmulas infalibles para que “los niños aprendan de verdad”.
Yo no sé si el hecho de llevar casi veinticinco años como profesor universitario –enseño Periodismo en la Facultat de Comunicació i Relacions Internacionals Blanquerna– me habilita para expresar opiniones sobre la cuestión. Algunas realidades educativas las vivo de cerca y otras no. En la enseñanza superior, se da por hecho que el estudiante tiene un papel y una responsabilidad que, por razones obvias, no puede tener el niño ni el adolescente en primaria y secundaria. Mis amigos que dan clase en colegios e institutos tienen –lo digo convencido– una tarea más complicada y más estresante. Por lo tanto, entro en este jardín con prudencia y respeto por todos los que acuden diariamente a las trincheras más duras, en una batalla que –al margen de las teorías pedagógicas– tiene su gran momento de verdad en la praxis del maestro solo ante los alumnos; algunos teóricos –no todos– explican unas cosas que a muchos de los docentes que yo conozco les parecen pura fantasía. A veces, estos expertos, por la vía de su ascendiente sobre la administración, consiguen que lo que podría ser sencillo acabe siendo complicado y fatigante.
Lo que a mí me interesa –por encima de todo– es el acto de transmisión que tiene lugar dentro del aula. ¿Se puede enseñar sin generar y/o alimentar la curiosidad? No. La experiencia me dice que una clase tiene sentido cuando profesor y alumnos se sienten llamados a intentar saber cómo funcionan las cosas y por qué. El mundo tiende a ser un lugar hostil y misterioso para aquel que desconoce las reglas de las ciencias, de las artes, de la historia, etcétera. La enseñanza nos otorga las herramientas para comprender y o dominar un entorno altamente cambiante pero sometido a la vez a unas constantes que hemos estudiado desde hace siglos. Esta tensión entre el conocimiento que tenemos y la necesidad perenne de responder nuevos interrogantes es lo que hace apasionante cualquier disciplina y es lo que nos mantiene vivos. Imagino que en los cursos de primaria y secundaria esta lucha entra por trampillas más sutiles, pero entra igualmente.
Si hablo de la curiosidad sé que invoco un concepto que se ha gastado mucho, incluso se ha banalizado. Hay quien piensa que la curiosidad es fascinación compulsiva por la novedad. Pero curiosidad es sinónimo de riesgo: ni más ni menos. El riesgo de dejarse transformar por el estorbo de la insatisfacción que es todo conocimiento cuando va de veras. Siempre curiosos, siempre insatisfechos. Cuando termino una clase y ha habido pocas preguntas y pocos comentarios sé que he fracasado estrepitosamente y que he bajado la guardia; entre otras cosas, me pagan para crear la situación óptima para que las preguntas vayan surgiendo y el acto de transmisión sea –efectivamente– un diálogo y no un monólogo rutinario y esterilizante. Ninguna máquina puede hacerlo. Las cuestiones que ponen los estudiantes sobre la mesa me obligan a salir de mis defensas. En el digital Núvol entrevistan a la profesora Laura de Mas. Hace una buena descripción de lo que es la falsa curiosidad, enemiga del conocimiento: “Ahora mismo Google nos da un automatismo y una inmediatez enemiga de la buena escuela, que es la cocina a fuego lento”.
Los que quieren innovar dentro de las aulas hablan de formar para alcanzar “capacidades para la vida plena” y, aunque me parece comprender las buenas intenciones, noto un escepticismo incontenible. No sé si eso tiene mucho o poco que ver con el cultivo de la curiosidad o tiene más relación con convertir la escuela en un espacio donde implantar actitudes que quizás antes se aprendían en casa. ¿Y si hablásemos de vida inteligente en vez de vida plena? Una inteligencia –advierto– que incluya las dimensiones racional y emocional, obviamente. Fui alumno de un centro de EGB que se insertaba dentro de las corrientes de renovación pedagógica y tengo un magnífico recuerdo de esa etapa, pero también sé el precio que pagamos al entusiasmo de la innovación algunas generaciones. La velocidad actual de los cambios sociales, culturales y tecnológicos quizás hace pensar que la escuela debe actualizarse al mismo ritmo que nuestro s martphone, como si también aquí la obsolescencia programada acabara marcando nuestras decisiones. No me parece –lo confieso– un camino muy proclive a favorecer la emancipación de los individuos.