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Francesc-Marc Álvaro | Càlcul de forces
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06 oct 2016 Càlcul de forces

Mi primer pensamiento fue que los poderes del Estado se equivocan desde el punto de vista estratégico con la petición de pena de inhabilitación para Mas, Ortega y Rigau por el 9-N. Así lo argumenté anteayer en el programa de Jordi Basté en RAC1. La Fiscalía no ha previsto que este movimiento será un tiro por la culata, un bumerán que acabará fortaleciendo y movilizando todavía más al bloque independentista a partir de la lógica acción-reacción. La mayoría de los movimientos sociales, desde los tiempos de las primeras organizaciones obreras, ha crecido a partir de esta dinámica. La represión –del tipo que sea– debe ser aprovechada por el bando más débil para obtener más apoyos y para difundir su causa y ganar terreno. La historia enseña esta lección, tanto en conflictos armados como en escenarios de lucha pacífica, caso de la actual Catalunya.

Ahora y aquí, la represión de los considerados rebeldes está en manos de los fiscales y de los jueces, que quieren una condena que sea ejemplar. Pero estas mismas instancias no pueden esconder –me parece– su temor justamente al efecto bumerán que antes mencionábamos. Sólo así se puede entender que, finalmente, se haya retirado el delito que lleva aparejada la pena de prisión. Todo resulta demasiado evidente: se trata de organizar para Mas, Ortega, Rigau y Homs un escaparate parecido al que se utiliza contra los miembros de ETA y los de la izquierda abertzale, pero sin llevar este símil hasta el límite. El expresident debe ser castigado y tiene que parecer –a ojos de la opinión pública española y exterior– que es una especie de Otegi, pero no se le puede convertir en un mártir. No pueden fabricar una reedición del Companys que fue encarcelado por el Gobierno de la República y que, después, ejecutó Franco. Inhabilitar a Mas no es ninguna broma, pero es menos que ponerlo entre rejas, como –por ejemplo– hace Putin con sus adversarios más críticos. Una cosa es hacer la guerra sucia al estilo ruso y otra es exigir que los tribunales españoles imiten exactamente el estilo de Moscú en un asunto que no es criminal sino estrictamente político, como se sabe en todas las cancillerías y en los principales medios internacionales.

Pasadas unas horas de saberse la noticia, empecé a dudar de mi tesis. ¿Y si resulta que Madrid ha previsto que la reacción de la sociedad catalana a la inhabilitación empezará y acabará en una manifestación? ¿Y si tienen razón los que piensan que esta ­jugada atemorizará y desmovilizará a los sectores más moderados del independentismo? ¿Y si los convergentes, los republicanos y los cuperos no saben hacer frente común contra este nuevo ataque? ¿Y si puede más el odio de ciertos entornos a Mas que la inteligencia política a la hora de generar momentos de oportunidad? Detrás de este tipo de dudas hay un debate subterráneo que incomoda al mundo independentista y que tiene que ver con dos conceptos: riesgo y coste. La retórica festiva de la llamada revolució dels somriures ha tapado dos hechos obvios: a) no sabemos cuánta presión puede hacer Madrid para evitar que Catalunya se marche; b) no sabemos cuánta presión están dispuestas a soportar las bases del movimiento independentista para alcanzar la meta. Raimon Obiols, por ejemplo, ha dicho que la mayoría independentista lo es sólo “de botón” porque quiere construir un Estado propio sin sacrificios, de manera “indolora” y que no represente “consecuencias negativas”. En Madrid y en Barcelona, hay muchos que piensan lo mismo.

Una probable condena en firme de Mas, Ortega, Rigau y Homs nos dirá si el movimiento independentista es prisionero de su relato naif del “ja ho tenim a tocar” o si, finalmente, ha asumido que no basta con ponerse una camiseta de colores cada Onze de Setembre ni con organizar muchos actos de la ANC y Òmnium. Este cambio de rasante que regala la Fiscalía conecta –haciendo curvas– con la propuesta de referéndum anunciada por Puigdemont; hay que recordar que el 9-N es un éxito –que los poderes del Estado han captado claramente– porque representa una victoria del soberanismo contra las amenazas. Por eso aquella jornada fue un punto de partida (con efectos diferidos), no un punto de llegada. Los comentaristas obsesionados con presentar a Mas como un cobarde todavía no se han dado cuenta de la importancia histórica del 9-N, tienen demasiado trabajo en psicoanalizarse. Se hizo visible lo que Madrid quería ocultar. Sin el 9-N, Margallo no diría ahora –desde las Naciones Unidas– que el independentismo “avanza a toda máquina”.

Mas afirma que el juicio contra él y los otros exconsellers encausados debe servir para “ampliar” la base social del independentismo y para “cerrar filas”. Según el expresident, el juicio puede “hacer abrir los ojos a mucha gente”. Para ayudar a un poco a ello, Mas tendría que empezar a decir que, efectivamente, él desobedeció. De lo contrario, el relato no tiene sentido y las palabras niegan el mérito de la acción. Y debería añadir, con claridad, que lo hizo porque hay prohibiciones que son sencillamente injustas.

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