27 oct 2016 Víctor Alba, veu lliure
Cuando Víctor Alba vivía en Washington DC, los cubanos partidarios del dictador Batista pintaron esto en la acera, delante de su casa: “Be aware. Here lives a Communist”. Cuando Víctor Alba regresó a Catalunya, después de muchos años de exilio, hubo quien hacía circular que era agente de la CIA, porque siempre se había opuesto a Stalin y era profesor en varias universidades norteamericanas. Muchos años antes, cuando Pere Pagès todavía no había adoptado el nombre literario de Víctor Alba, en plena Guerra Civil, tenía que ir con cuidado, no sólo para esquivar las balas del bando franquista, también para no ser delatado, encarcelado o asesinado por los comunistas ortodoxos que desconfiaban de alguien vinculado al POUM. Aquella formación fundada por Andreu Nin fue el sueño roto de una izquierda que no se dejaba dirigir por Moscú, como explicó George Orwell en su Homenaje a Catalunya. Por cierto, un jovencísimo Josep Pallach también fue poumista, una coincidencia que explica muchas cosas. Pagès, como Pallach, llegó al POUM a través de la militancia previa en el Bloc Obrer i Camperol, al que se apuntó –se lo explicaba a Vicenç Riera Llorca a primeros de los setenta– “porque encontraba allí el catalanismo que había absorbido en el ambiente familiar y, al mismo tiempo, la rebelión contra otros aspectos de ese ambiente; quizás, sobre todo, contra el carácter fuerte y dominante de mi madre”. Joaquín Maurín, líder del Bloc, marcó profundamente al joven militante.
Alba fue una voz libre de verdad, una de las pocas que yo he conocido, una persona que pensaba yendo a las raíces, radicalmente, sin red de seguridad. Vivía con una actitud tan lúcida como desprendida, y no confundía la irreverencia con el malhumor o el resentimiento. Su rebeldía no necesitaba estridencias, era una manera de estar en el mundo, sin subrayados, con ironías bien administradas, con preguntas como abrelatas. Este autor catalán que llenó muchas páginas también en castellano, inglés y francés vivió como escribió: apasionadamente escéptico, militante sin fanatismos, cosmopolita y arraigado al país, extremista tolerante, excepto con los tiranos. “He visto morir –contaba con una sonrisa en los labios– a los principales dictadores de mi época: Hitler, Stalin y Franco”. No lo decía con rabia, sino con un cierto entusiasmo, como aquel apostante que celebra haberse arriesgado sin miedo y no haber perdido.
Este año se cumplen cien años del nacimiento de Víctor Alba. El cronista vino al mundo el 19 de enero de 1916, en una Europa en guerra, una España que consumía las últimas brasas de la Restauración y una Catalunya que ensayaba su primer autogobierno después de muchos siglos, con la Mancomunitat generando una modernidad insólita. Desde jovencito, Pagès sintió la llamada de la actualidad y de la política, y se convirtió en periodista político, en un mundo marcado por el prota- gonismo de las masas, la muerte a escala industrial, la crisis de la democracia, el primer gran colapso del capitalismo, la revolución soviética, la seducción de las doctrinas totalitarias, la maduración del catalanismo y la primavera breve de la República española. Hoy jueves, en el Museu d’Història de Catalunya, se celebra una jornada sobre su figura y su obra, organizada por la Càtedra Josep Termes de la Universitat de Barcelona y la Facultat de Comunicació Blanquerna de la Universitat Ramon Llull.
La tradición literaria y periodística está hecha de muchos nombres. Además del piso principal donde habitan figuras muy reconocidas como –por ejemplo– Pla, Gaziel, Rodoreda, Sagarra, Calders o Pere Quart, hay otros pisos donde podemos visitar firmas menos presentes para el gran público, como Xammar, Josep Maria Planes, Anna Murià, Irene Polo, Jaume Miravitlles, Josep Manyé o Alba.
Me pasa con Víctor Alba lo mismo que me ocurre con Jaume Lorés: lo echo de menos. Si estuviera vivo, le preguntaría sobre Trump, la crisis política en Brasil, la alcaldesa Colau y la situación al PSC. Alba sabía un montón de la sociedad norteamericana, de los países latinoamericanos, de la manera de ser de los barceloneses y del socialismo catalán, que sentía próximo. Hasta los últimos años, mantuvo su presencia en la prensa, donde su larga experiencia y su conocimiento aportaban claridad y conexiones inteligentes a los lectores.
Pagès y Alba –el ciudadano y el escritor– fue un luchador heterodoxo contra las imposturas y las simplificaciones. Las de los poderes y las de la gente. Esta es una gran lección de su vida y su obra. La siguiente anécdota –también recogida en el libro Nou obstinats, de Riera Llorca– deja bien claro su compromiso con la verdad, la complejidad y la compasión. Habla de la inmediata posguerra: “Cuando veía a un conocido, pasaba a la otra acera. No sabía si era uno que me delataría o uno que me abroncaría en plena calle. Más tarde observé unas dudas parecidas en Alemania y la URSS. ¿Quién había sido una víctima y quién un verdugo? Algunos quizás habían sido las dos cosas. Incluso en Francia, en los primeros tiempos de la liberación, me hacía la misma pregunta”.