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Francesc-Marc Álvaro | Joaquim Molins – Tenor de primera fa mutis
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24 dic 2000 Joaquim Molins – Tenor de primera fa mutis

Es uno de los barones del pujolismo que se queda sin baronía, como antes Miquel Roca, Josep M. Cullell o Macià Alavedra. Joaquim Molins anuncia, a los 55 años, que no repetirá como candidato a la alcaldía de Barcelona y que dejará, más pronto que tarde, toda actividad política. Actual jefe de la oposición en el Consistorio, ex diputado en Madrid, y ex conseller de Comerç i Turisme y de Política Territorial i Obres Públiques, se va citando el Eclesiastés: “Hay un tiempo para cada cosa…”. Ha jugado fuerte hasta el final Su error: enfrentarse a Mas y moverse tan suelto como si Pujol ya no estuviera Podía haber tenido una vida relajada, pero se enganchó a la política.

Este político se compra los trajes en Groc, pero no es de izquierdas. Este hombre se viste de Toni Miró y esto le hace raro en la cúpula de Convergència. Allí siempre ha sido extraño. Podía haber tenido una vida relajada en el negocio familiar de cementos, pero se enganchó a la política. Ahora, se sale de su vocación, que es también su oficio, no sabe si como barbecho o para siempre. Puede hacerlo sin que su cartera se resienta. Al contrario. Se llama Joaquim Molins y dicen que uno de sus errores ha sido no haber hecho las oportunas genuflexiones en el entorno de Pujol. Con los nuevos aires en el interior de CDC, empezaron a prescindir de él. Como no tiene vocación decorativa, apretó las tuercas para hacerse con el mando del partido en Barcelona. No le ha salido bien y se larga.

La noche del 13 de junio de 1999, con la peor derrota de CiU cosechada en unas elecciones municipales en Barcelona, Molins abandona el hotel Majestic y, al salir a la calle, no puede evitar decir lo que piensa, descarnadamente, a algunos de sus colaboradores: “¡Qué hostia más espectacular! No la había visto nunca en este partido”. Y todos le miran con respeto. Es así de claro. Desde aquella fecha, Molins empieza a notar que está perdiendo todas las apuestas en las que ha participado y que nadie, dentro del aparato de CDC, moverá ni un dedo para evitar que acabe de tocar fondo. Es un profesional de esto y no va a maquillar la situación. Eligió la política como bella arte y lleva demasiados años de ejercicio como para engañarse. Las sombras de Trias Fargas, Cullell yRoca, todos ellos despeñados en la batalla capitalina, se proyectan ahora en su horizonte.

Catástrofe en las urnas al margen, Molins no ha sabido encontrar la manera adecuada de relacionarse con Pere Esteve, Xavier Trias, Artur Mas y el conjunto de nuevos encargados de las siglas. Por si fuera poco, un exceso de desdén hacia la maquinaria de la casa le convirtió en alguien periférico a los resortes más útiles para flotar. En su día, confió toda su suerte a un reducido y fiel comando que, dirigido por el agreste Josep Miró i Ardèvol, ha ido bastante por libre. No se lo han perdonado. Su amigo Miró ha trabajado duro pero todavía no es capaz de hacer milagros, y no los ha hecho. La tarde en que el último congreso de CDC aclamó a Mas como delfín del president, Molins no era un hombre precisamente feliz. En un contexto dado a las euforias partidistas, este fajador recordaba a quienes quisieran escucharle las debilidades de un liderazgo como el que se pretende potenciar, así como las incertidumbres de un proceso que ha dejado cabos sueltos. Molins fue apartado del debate precongresual y Pujol no lo evitó.

Para un aficionado a la ópera, capaz de cantar fragmentos de Puccini, la peor manía ha sido olvidarse de la orquesta y, a veces, incluso del maestro. Aficionado a los papeles de tenor, Molins plantó cara a Mas para el puesto de candidato al Ayuntamiento barcelonés y, además, hizo algo inusual en el entorno pujolista: moverse tan suelto como si Pujol no estuviera. Como adelantado del pospujolismo sin red, Molins ha tenido el final de muchos pioneros casi temerarios: el sacrificio y, eventualmente, el exilio interior. En el sueño de los talibanes que han tomado a Mas como príncipe de las galletas de chocolate, Molins era una anomalía, un estorbo. Estos mismos talibanes saben que Pujol no impidió la marcha de Molins a Madrid como segundo de Roca, en 1993, porque le parecía perfecto prescindir de un conseller de Política Territorial sospechoso de roquismo.

La foto de un joven Molins en 1976 recuerda a un felino suave, domesticado, puesto por las clases pudientes menos ociosas y más despiertas para evitar que la transición en Cataluña fuera cosa exclusiva de fachas en retirada, rojerío crecido y católicos catalanistas emboscados. En aquel entonces, como busto del Centre Català, partido bonsai, Molins se dejaba tildar de giscardiano. Era un toque chic para alguien que supo ir en la dirección adecuada. Tan ciclotímico como dotado de sentido del humor, Molins es capaz, a la vez, de las mayores atenciones hacia sus colaboradores y de un cierto desorden que deriva en bronca. Cuando se le pregunta cómo se encuentra, responde a la manera de Groucho Marx: “¿Comparado con quién?”. Problemas con el corazón, que acabaron con una intervención para colocarle cuatro “by-pass”, le obligaron a apartarse de la actividad política entre abril y mayo de este año, pero no han sido lo determinante para su mutis. Ahora se encuentra en mejor forma.

Los que hoy prescinden de este tenor de primera, quizás no lleguen nunca a pasárselo tan bien como él en escena. Para Molins, la política fue una elección y casi un lujo, no una supervivencia. Molins compensa su desencanto con una frase tan castiza como orgullosa: –¡Que me quiten lo bailao!

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